lunes, 14 de noviembre de 2016

Lobo de bar y su epopeya infame (Parte 8 de 9)

Pasan en el calabozo ese día y tres más, con sus noches, hasta que un alma caritativa, quizá alguien que detesta a Pablo Iglesias, paga la fianza. Lobo de Bar está aterrorizado, ¡cuatro días sin beber! Ni que decir tiene, Miss Howley se aparece para hacer el inoportuno control.
- Dos coma dos dos dos. Increíble.
Nada más salir de la cárcel, los goliardos compran un barril de Estrella Galicia y emprenden el camino de vuelta. No les hubiera venido mal una ducha. A Lobo de Bar se le han pegado al culo los gayumbos de Pablo Iglesias.
Una vez que llegan a la metrópoli no tienen tiempo que perder. Es sábado. El dulce goliardo elegante les ha invitado a una fiesta en casa de un conocido. Como son expertos en tomarse excesivas confianzas no sólo van Edge, Lobo y Zé, también acuden a la llamada de la juerga el Profesor Gladiolo, Bestial, la Mujer Pájaro, Mr. White, la Mamba Rubia, Jack Napier, Luis, Sade, El hombre del perrito, Mr. y Miss Voodoo. Abarrotan el lugar, al menos, llevan disfraces para amenizar el evento y suministro suficiente de bebidas, en camiones cisterna.
El conocido de Edge, antigua estrella del baloncesto juvenil, se ha comprado una casa y celebra la fiesta de inauguración. Se siente algo intimidado por la aparición de esa horda de salvajes en atuendos estrambóticos, pero sabe que pueden convertir el acontecimiento en algo memorable. Para empezar, ve cómo eficientemente instalan surtidores conectados a través de la terraza del salón, con largas mangueras, a las cisternas de los camiones.
La casa apenas está amueblada, el dueño todavía no se ha instalado, y esto facilita el movimiento de los goliardos, que exploran el lugar calibrando sus posibilidades. Han sido los primeros en llegar a la fiesta. Toman posiciones.
Lamenta la Mamba Rubia, disfrazada de playmate de los setenta, que no haya una bola de discoteca. Edge (de Jep Gambardella) y Lobo de Bar (como el Nota) discuten por la música que consideran conveniente pinchar. El primero defiende algo comercial y ecléctico, amoldable a los desiguales gustos de los invitados, el segundo ha llegado con ganas de psicodelia. Mientras se ponen de acuerdo, Zé Tubarao, vestido de Pipy Calzaslargas, toma la iniciativa y pone un disco de los Héroes.
Van llegando los invitados, la mayoría vestidos de zombies, pues esa era la temática de la fiesta que los caóticos goliardos se han pasado por el forro de los huevos. Como no hay un habitáculo lo bastante espacioso como para acomodar a tanto degenerado, el personal se distribuye en las distintas habitaciones aleatoriamente. Lo suyo hubiera sido que se repartiesen por áreas temáticas, bien fuere por la música, bien por el tipo de drogas consumidas, pero no hay nadie dispuesto a poner orden.
En la fiesta se juega, no dinero, sino a beber: a la pirámide, al señor del tres, al drinkpóker, al duro (el favorito de los nostálgicos) y al peligrosísimo anillo de los goliardos. La Mujer Pájaro (como Elastigirl) prepara voluntariosamente un ponche mezclando sin ningún tipo de criterio diferentes alcoholes. De su afán obtiene un brebaje imposible de trasegar en pleno uso de las facultades mentales y gustativas, algo que, a estas alturas, pocos de los presentes conservan.
Conforme se agota el contenido de los camiones cisterna y la toña avanza, se abandonan los juegos y los intrépidos noctívagos se embarcan en conversaciones peregrinas y en bailes absurdos. El propietario, con su disfraz de jugador de baloncesto zombie, parece disfrutar del espectáculo, sonríe desde el suelo, incapaz de moverse tras fumar a caraperro una L biturbo de maruja colombiana que le suministra Sade, no altruistamente, sino con el claro objetivo de que baje la guardia y no se altere si los excesos subsiguientes en la fiesta superan lo razonable.
Lobo de Bar habla con un tipo, hasta entonces digno rival en un severo pique al anillo de los goliardos.
- Buena fiesta – dice el tipo, zombie joven y greñudo - . Aunque me has jodido mandándome beber de ese asqueroso ponche.
- El juego es así.
- No me quejo. Soy un hombre y he pasado por experiencias más difíciles.
- Pareces curtido.
- Lo estoy. No te habré contado cuando una vez… claro que no, no nos conocíamos.
- ¿El qué?
- El día que me presentaron a Tobo Daitsy y me refirió su increíble y truculenta historia…
- ¿Qué? ¿Ya estás otra vez con esa mierda? – interrumpe un presunto colega del greñudo.
- Vete a tomar por el saco, Fred, es la mejor historia que has oído en tu p*ta vida.
- Puede que lo fuera la primera vez, pero ha perdido la gracia después de escuchártela en cada ocasión que te pones chuzo.
- Es que es la h*stia la historia de Tobo Daitsy.
- ¿Quién es Tobo Daitsy? – se interesa Lobo de Bar.
- Tobo Daitsy es un exguerrillero Serbio. Le conocí hace unos años, cuando estaba de viaje por Bulgaria.
- ¿Ya está con la historia de Tobo Daitsy? – llega otro de los presuntos amigos del greñudo.
- Of course – dice el primero.
- Juan, ¿a qué no sabes qué está contando aquí nuestro colega? – el segundo señala al greñudo dirigiéndose al postrado anfitrión.
- No me lo digas. La historia de Tobo Daitsy – consigue balbucear éste.
- Ni p*to caso a estos cabr*ones. Es la mejor historia que conozco con diferencia, y ellos también, por mucho que les guste putearme – dice el greñudo.
- Venga, pues empieza de una j*dida vez.
- Lo que le pasó a Tobo Daitsy es increíble. Estaba escondido en la montaña, al poco de terminar la guerra de los Balcanes, cuando…
- ¡Ven Iván! Hemos puestos unos chupitos de jäger, tómate uno con nosotras – una rubia alegre reclama la presencia del proyecto de narrador.
- Se lo quiere follar – aclara el segundo de sus colegas - . La tiene en la palma de su mano desde que le contó esa movida de Tobo Daitsy.
- Ya veo.
- Estoy – regresa el greñudo, con la marca de unos labios en el cuello.
- ¿Qué le pasó a Tobo Daitsy?
- Como te iba diciendo, le conocí en Bulgaria, hará cosa de unos seis años. Era una noche muy fría…
- Jajajajaja. Jajajaja – aparece Zé Tubarao de las tinieblas de la fiesta, riéndose estruendosamente. Sudoroso, ultraguaza, excitado, muy cerca de su siempre desastrosa transformación en diablo de Tasmania.
- ¿Qué te pasa Zé? – pregunta Lobo de Bar, estoico.
- Ven - Zé Tubarao le aparta del greñudo y sus seguidores.
- Tus coletas pelirrojas se mueven demasiado deprisa. ¿Me tengo que preocupar?
- No me j*das, Lobo, no te pongas en plan padre.
- ¿Qué has hecho?
- Verás. Me estaba meando vivo, así que he ido al baño, sin miramientos, “me meo, me meo” y en cuanto ha salido un tío del váter me he colado. Total, que mientras echo una meada de minuto y pico, veo que hay encima de la cisterna del váter una fila kilométrica. Obviamente, se la había dejado el que salía al tío que me he colado. Como imaginarás, me he hecho un rulo y me la he metido y, al salir, veo al que estaba esperando, con todo su mosqueo, y le digo: “h*stia tío, perdona, que no he visto lo que estaba puesto y, al limpiarme el culo, me he apoyado sin querer y lo he tirado todo”, “¿qué?”, me ha dicho, y yo “ya lo siento macho, si quieres chupar un poco yo creo que me quedará algo aquí en la palma de la mano, tranquilo que me he limpiado con la otra”. El tío ha puesto cara de asco, ha protestado un poco y me he ido dejándole con la palabra en la boca. Creo que estaba con los mardanos con los que hablas, así que será mejor mover a otra parte.
- Ya la estás liando. Que no me importa en general, pero j*der, me has dejado sin oír la historia de Tobo Daitsy.
- ¿La increíble y truculenta historia de Tobo Daitsy? La conozco. Es la p*lla. Ya te la contaré otro día.
- Hay que j*derse.
Los goliardos peregrinan por la casa. La mezcla de músicas irreconciliables (Laibach, el Puma, Lyrics Born, balearic) en las distintas habitaciones a diferentes potencias (las de un equipo HiFi, una radio de baño, un radiocassette tipo Bronx, e incluso un móvil) crea una vorágine sólo soportable si se va francamente pasado, como, por suerte para ellos, va la mayoría de los habitantes de ese averno.
Las visiones que se encuentran Lobo de Bar y Zé Tubarao por las habitaciones, casi todas diáfanas, sin decorar, blancas, como las de un psiquiátrico, comienzan a rozar el esperpento. Bestial, hasta arriba de monguis, imita el canto de la lechuza de las nieves, dirigiéndose a Sade, que va de tripis y oye sin comprender de donde viene el sonido. Busca por el techo. Allí sólo hay una bombilla roja colgada de un cable.
En otro cuarto, Luis (de piloto de fórmula uno) se ha hecho fuerte en el equipo HiFI y sube el volumen. Los vecinos están sordos o de vacaciones y no acude la policía ni llaman ellos mismos a la puerta para solicitar templanza. Mientras, al lado de Luis, el Hombre del perrito (como él mismo) habla con un caniche de porcelana.
Armados con sendas copas llegan a la terraza. Allí hallan a Jack Napier (disfrazado de Schuster) y al Profesor Gladiolo (de Federico García Lorca) junto a una chica que viste camisa blanca y una falda corta. De su cuello pende un colgante de Tous.
- ¿Vas disfrazada de pija? – pregunta Zé Tubarao.
- No, imbécil, soy así – se lo toma con humor.
- Os presento a Catalina – dice Jack Napier –, ellos son Zé Tubarao y Lobo de Bar, míticos goliardos.
- Un placer – dice Lobo de Bar.
- Zé Tubarao para servirte – se ofrece el tal.
Lobo de Bar estudia a Catalina con relativo disimulo. Es bajita y muy delgada, piel morena, casi del mismo color que el cabello, dentadura blanca y prominente. No es una belleza, pero tiene cierto atractivo y, atendiendo a imperceptibles señales, se dice que podría tener bastante vicio, además de que no parece disgustada por su presencia. El goliardo mira al cielo apenas estrellado, ¿está siendo el destino generoso? ¿le está poniendo al alcance de la mano la culminación de su epopeya?
- Demasiados rabos para una sola chorba, ¿no tendrás amigas? – dice el incontinente Zé Tubarao.
- Jajaja. No, he venido con un amigo – señala a un tipo en náuticos que baila solo en medio de la habitación.
- J*der, creo que se ha pasado con el cristal, menuda gustera lleva  - dice Jack Napier.
- ¿Le conoces? – pregunta Zé Tubarao.
- Es mi primo.
- Andanda.
El impaciente Zé Tubarao, sin dar tiempo a que surja una conversación de su interés dice “sois un coñazo”, y cambia de habitación. Jack Napier aprovecha para investigar el estado de su primo. Habla la pija:
- Entonces, tú me has dicho que eres poeta – se dirige al Profesor Gladiolo.
- Poeta romántico, a punto de la tuberculosis – corrobora éste.
- ¿Y tú? – a Lobo de Bar.
- Lo mismo que Chandler.
- No te pega.
- ¿Y qué creías que soy?
- No sé, algo más aventurado, o barman.
- Eso sería mi perdición.
- No hagas caso de la modestia de Lobo – interviene Gladiolo – es eso y mucho más, es un ejemplo para todos nosotros, un hombre de pelo en pecho, capaz de hazañas increíbles.
- ¿Cómo cuál? – el interés de la pija por Lobo de Bar es creciente.
- Por ejemplo, hizo llorar a Spiderman.
- Jajaja, pobrecito Spiderman.
- Y fue campeón mundial de alcoholismo.
- Pues pareces sereno.
- Es por mi prodigioso aguante.
- No habrás bebido tanto, jaja.
La dicción de la joven es nasal, desvaída y algo empalagosa, pero no parece importarle a Lobo de Bar, ni tampoco al Profesor Gladiolo, que interrumpe el juego de miradas de los dos anteriores.
- Me encanta alabar a mis amigos, pero antes de que llegase, estábamos hablando de ti, dulce clavel.
- Bueno…
- Discúlpame si no me refreno, pero voy ebrio, y veo en ti maravillas hasta hoy nunca imaginadas. Aunque… ¡no!, retiro mis disculpas. No voy a pedir perdón. Eres la estrella que alumbra mi oscuridad, y no voy a callármelo. Te miro y veo en tus ojos dos negros cautivos cruzando los mares de Andalucía. Y tu piel es la tierra que nos da vida y a la que todos volveremos. Si tú me dejaras, me perdería en tus cabellos de sombra, en tu boca de nácar. Bebería de las rosas de tus pechos. Me alistaría en el barco de tus piernas…
Lobo de Bar no puede reprimir una sonrisa, Gladiolo está completamente curda y fuera de sí, la pija le mira con estupor. Antes de que el goliardo pueda interrumpir a su desmadrado colega (… tus pies son pececitos gráciles…), los tres sienten que está ocurriendo algo en la casa de locos. Hay un movimiento febril, no sólo provocado por el abuso de las drogas. Lobo de Bar empieza a sospechar qué ha ocurrido cuando siente agua en los pies. Zé Tubarao, en una de sus habituales e inútiles luchas, ha arrancado el grifo de la cocina y el agua sale a chorro para inundar toda la casa.
El propietario vuelve en sí desde los abismos de la marihuana triposa y consigue cerrar la llave general. Empapado, grita:
- Todos a tomar por el culo de aquí.
La turbamulta sale a trompicones del proyecto de hogar o parque acuático. Algunos goliardos, poco impresionables, quedan rezagados, pero unos amigos del anfitrión consiguen expulsarles ofreciéndoles la promesa de un futuro mejor.
Se ha hecho tarde para ir a un bar. Los asistentes más intrépidos deciden viajar a una discoteca. Por el camino se producen numerosas bajas, incluso entre los goliardos. El grupo, reducido aproximadamente a un tercio, consigue llegar a su destino.
Entre los supervivientes quedan, por supuesto, Zé y Lobo:
- ¿En qué c*ño estabas pensando cuando reventaste ese grifo? – pregunta éste.
- Me aburría – responde aquel.
La discoteca es amplia y se distribuye en dos alturas. Es tal la guaza de los goliardos que les resulta imposible acordar un punto de reunión. Se distribuyen al azar, desperdigados por el templo.
Algunos antiguos integrantes de la fiesta se encuentran en la barra cuando van a pedir alcohol, se saludan como si fueran veteranos de una guerra. No es el caso de Lobo de Bar, que está en la parte de arriba y , al desaparecer Zé Tubarao no sé sabe por qué ni para qué y es mejor así, se queda solo. Teme haber perdido a la pija. Tras un instante de vacilación comprende que tiene que abandonar la comodidad de la barra para ir en su busca.
Cruza el bar con su albornoz, sus pantalones cortos y unas gafas de sol que apenas le permiten distinguir nada a menos de medio metro. Inopinadamente, se encuentra a Jack Napier. Le pregunta:
- ¿Has visto a Catalina?
- ¿A quién? – el generalmente sosegado goliardo parece aturdido, los últimos chupitos han sido catastróficos para su cordura.
- A… déjalo – se da por vencido Lobo de Bar.
El goliardo prosigue con su búsqueda. No hay mucha gente en la discoteca (el verano, las sanas costumbres de las nuevas generaciones). Atraviesa el humo dulzón que expulsan unas máquinas del infierno, ve sombras azuladas, que al acercarse se transforman en personas, algunas de ellas conocidas, algunas de ellas con disfraces improcedentes, pero no se detiene. Pasa junto a la cabina del Disc Jockey, donde pincha un tipo en la cincuentena con grandes gafas y patillas, una especie de Paco Umbral postmoderno.
Ha recorrido todo el bar - dando lo que tradicionalmente se conoce como una putivuelta – sin encontrarla. Quizá se haya marchado, Catalina. Si es prudente sería lo normal. Lobo decide salir a fumar un cigarro. Antes de llegar a la puerta advierte una figura muy delgada, en falda corta y camisa, de espaldas, que parece buscar a alguien. Es ella. Cuando se da la vuelta y le mira comprende que es a él a quien estaba buscando. Sin decir nada se lanza sobre su boca.
Catalina responde a su beso, con todo su pequeño organismo. Se cuelga de él, y Lobo siente sus brazos finos pero fuertes alrededor de su cuello. La envuelve en la frondosidad de sus brazos. Besa bien, bastante bien, como una salvaje. La levanta. Desde siempre le ha gustado levantar mujeres livianas durante sus borracheras. Piensa en echársela al hombro para hacer el helicóptero. No, sería demasiado. Mejor no tentar a la suerte. Se siguen besando y, cuando sus bocas se separan, Lobo de Bar, señalando a la barra, pregunta:
- ¿La última?
- No, van a cerrar ya. Vamos a mi casa.
Duda, Lobo de Bar. Su dipsomanía le pide más alcohol, sabe que otros goliardos, en especial el inmisericorde Zé Tubarao, le recriminarán su huida, aunque haya sido por una buena causa.
¿Qué pelotas? ¿En qué está pensando? ¡Le está invitando a su casa! Los astros se han alineado de forma que tiene en su mano la llave de consumar su nunca satisfecha aspiración de tirarse a una pija y, al mismo tiempo, la de completar su epopeya para entrar por la puerta grande en los libros de historia de los borrachos. ¡No debería dudar ni un segundo!
Lobo de Bar vuelve a mirar a la barra. Su camarera de confianza le saluda, podría ir a verla y a pedir otro whisky.
- ¿Vamos? – insiste Catalina.
El goliardo se gira hacia ella, ve sus ojos sugerentes, se acuerda de sus piernas y, por una vez en su vida, toma la decisión acertada.
Menos mal, me estaba poniendo de los nervios y no quería intervenir. Ha de aprender solo.
Salen a la calle. Está amaneciendo. El cielo se tiñe por el horizonte de colores cursis. Intentan coger un taxi, pasan tres libres sin detenerse. Lobo de Bar pregunta:
- ¿Vives muy lejos?
- Serenos a diez minutos.
- Pues vamos andando, aunque lleguemos en veinte.
El camino se hace eterno. De vez en cuando se detienen para besarse, pero no con besos de amor, no hay nada de eso, no estamos hablando del Profesor Gladiolo, que se enamora en una milésima de segundo, tampoco es esto una película de sobremesa, se trata de meros repostajes para reavivar su deseo, para darse fuerzas con las que llegar a su destino.
Cuando alcanzan su portal, en una avenida de la zona pija de la urbe, el inclemente sol de agosto castiga sus derrotados cuerpos.
- Espera cinco minutos y llama al segundo A – conmina Catalina.
- ¿Qué?
- Hazme caso.
Lobo de Bar levanta una ceja por encima de sus gafas negras. Antes de que pueda protestar, Catalina entra en su casa. Para hacer tiempo, se lía y enciende un cigarro, el goliardo. Sonríe bobaliconamente. Es un tipo con suerte. “La vida te da sorpresas”, se dice, y se agarra la p*lla. Un anciano pasa y observa con reprobación su aspecto. En cuanto termina el cigarro tira la chusta a la carretera y aprieta al timbre.
Un sonido atroz le abre las puertas de la gloria. El goliardo entra. Como espera por la actitud de Catalina, el portero se encuentra en su garita y le mira con suspicacia. Son sólo dos pisos, pero prefiere esperar al ascensor. Sube. Encuentra la puerta del segundo A abierta. Pasa. El recibidor y el pasillo están oscuros, en las habitaciones entra la luz del día por las ventanas. Es una casa bastante grande, ricamente amueblada, aunque con un gusto un tanto rancio. Encuentra el salón, la cocina, un baño. ¿Dónde está Catalina? Sigue por el pasillo hasta que, por la puerta abierta de uno de los cuartos, uno con papel de flores en las paredes y decoración infantil, la ve, tumbada, desnuda sobre la cama.
Se masturba, Catalina, mientras le mira. Lobo de Bar se desnuda despacio, porque de apresurarse, en su estado, acabaría en el suelo. Sólo se deja puestos los calzoncillos, que ya no son los de Pablo Iglesias. Entra en la cama.
Catalina está muy caliente, se lo dicen sus mordiscos. Lame su cuerpo, lo toca de principio a fin. Desciende hasta sus pies y regresa lentamente por las finas y musculadas piernas. No se hace más de rogar, Lobo. Se amarra a su c*ño y lo chupa empleando toda su pericia. Y ésta no es poca, porque en la vida del borracho – atended, niños – es bastante habitual que un goliardo acabe en la cama con una hembra ávida de sexo sin que su miembro, ahogado en el alcohol, responda, y en esas ocasiones, siguiendo los sabios consejos de cierto profesor de secundaria, lo justo es satisfacer a la fémina, pues ésta ha abierto lo más íntimo de su ser a un hombre degenerado y más merecedor del erebo que de esa generosa oferta de placeres no del todo desconocidos.
Se trabaja el clít*ris, Lobo de Bar, mientras introduce el corazón en la vagina. Obviamente, hablo literalmente del dedo corazón, y no metafóricamente del corazón del goliardo, tantas veces loco de alegría y de pena que en ocasiones piensa que lo ha desgastado y perdido para siempre, hasta que aparece una nueva mujer por la que pierde la cordura.
Como su corazón no parece suficiente, añade el anular, y mueve los dos dedos muy despacio mientras acelera la rotación de su lengua. Catalina le agarra de la cabeza, le empuja hacia ella, y Lobo de Bar se resiste momentáneamente para luego dejarse conducir mientras hace un giro con sus dedos que desencadena un oceánico orgasmo.
Catalina se dispone a satisfacer al goliardo, pero hace rato que éste sabe que sus más de tres miligramos de alcohol en sangre impedirán una erección ni siquiera decente,  y que intentarlo sólo será una pérdida de tiempo y una fuente de frustración.
Se excusa y los dos se echan a dormir.

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