lunes, 7 de noviembre de 2016

Lobo de bar y su epopeya infame (Parte 5 de 9)

Es probable que no fuera el anterior un cierre de capítulo muy ortodoxo, pero ya llevábamos unas cuantas páginas y me ha parecido hondamente poético terminar con una buena cagada.
Y permítanme que me detenga algo más en los detalles escatológicos del asunto, lo haré con intención pedagógica, no por recrearme en la suciedad, porque abundan en la ficción los ejemplos de edulcoradas hagiografías de alcohólicos en las que se pasa por encima de muchos de los problemas que tal afición o enfermedad o afición enfermiza provoca en sus víctimas, y no queremos que los niños tomen mal ejemplo, aunque, bien es cierto que gilip*llas hay en todas partes, como esos que se suben al tejado para tirarse creyendo ser Superman (que en paz descanse), cuando es bien sabido - acertadamente nos lo recordaba el malogrado Bill Hicks - que si crees poder volar lo puedes intentar desde el suelo.
El caso es que, entusiasmado y bebido como estaba, Lobo de Bar no se ha percatado de que no hay papel higiénico. Por suerte, es un hombre de recursos y, terminada su obra maestra del arte moderno sobre raíles recurre al método - no sé si sugerido en los programas del último superviviente o si presume de orígenes mucho más antiguos - de limpiarse con los calcetines y, al resultar estos insuficientes para dejarse el ojete reluciente como la patena (tal como les gusta a los goliardos, que son impíos pero muy limpios), con el calzoncillo.
Después de deshacerse de su irrecuperable ropa interior, con dignidad y sumo cuidado al abrocharse la bragueta, pues el respeto a la integridad de su miembro es profundo y casi religioso, se coloca los pantalones y vuelve a su asiento.
Sólo tardan en llegar a Teruel lo que le cuesta el plusmarquista culminar la segunda botella. El goliardo baja triunfante, pone sus pies en la urbe nunca visitada por el viajado tío Matt y, para celebrarlo, empieza a beber de la tercera.
Otro quizá cogería el primer tren de vuelta para seguir con su epopeya, Lobo de Bar, que es un espíritu curioso, además de libre, opta por aprovechar la ocasión que se le ofrece de conocer la misteriosa, por lo poco conocida, ciudad. Sale de la modesta estación y pasa junto a un breve parque para dirigirse al centro.
Podría hablar ahora de las maravillas mudéjares de la localidad, de sus estrechas calles, hermosas plazas, de los tópicos relativos a su quietud, el aire de ciudad detenida en el tiempo etcétera, empero el riesgo de que esto parezca entonces un mal libro de viajes es excesivo, así que no lo haré, si quieren conocer Teruel, vayan de visita ustedes mismos.
Nos interesa más atender a cómo algo capta la atención del goliardo. ¿De qué se trata? De una librería. Y no porque quiera comprar un libro decente para el trayecto de vuelta, sino porque en el escaparate exponen varios libros sobre El Cid, que por lo visto pasó por la ciudad de camino a Valencia. Esta visión, casi una revelación, le recuerda el objeto de otra de las pruebas, la que consiste en recitar de memoria el poema de Mio Cid en castellano antiguo y borracho.
Lobo de Bar entra en la librería, huele su aroma, y se hace con un ejemplar que respeta el lenguaje de entonces. El siguiente paso es aprendérselo, y sabe que no va a ser fácil, tiene castigada sobremanera su memoria, y la constancia no es una de sus escasas virtudes. Pero está decidido a intentarlo. Se encierra en un bar (no conoce otra sala de estudio) no muy estridente. Pasan las horas. No descuida el consumo etílico, en parte por temor a una nueva aparición de Miss Howley, en parte por puro vicio. Estudia día y noche, con la única interrupción del tiempo en que el bar permanece cerrado, cuando se recoge en una pensión para dejar que se afiance lo aprendido y echar un breve sueño, antes de volver al centro de sabiduría a la hora del desayuno. Estudia y bebe. Mientras fuma en la puerta, recita algunos versos. El barman es feliz, va a poder pagar la última letra del coche y la carrera de sus cuatro hijos.
Después de tres días, el goliardo comienza a desesperarse. Se le atraganta el texto. El abuso de los espirituosos no ayuda, huelga decirlo, pero es un requisito indispensable. Lobo de Bar está a punto de perder la fe en sí mismo cuando un anciano de aspecto suspicaz sito en una mesa cercana llama su atención:
- Joven, ¿qué está haciendo?, ¿en qué consiste ese balbuceo continuo, monótono y desapasionado con el que turba el sosiego de esta cafetería, dificultando mi disfrute del cotidiano placer que me proporciona la lectura crítica del periódico, mientras no deja de trasegar copa tras copa?, ¿acaso está usted fuera de sus cabales?
Lobo de Bar levanta la vista y reconoce la imponente figura de Rafael Sánchez Ferlosio. Algo intimidado por su mirada, entre iracunda y curiosa, le responde.
- Discúlpeme, creía hablar en voz muy baja. No sé si estoy en mis cabales. Lo que sucede es que intento aprenderme de memoria el cantar de Mío Cid en castellano antiguo. Es una tarea penosa, pero tengo mis razones.
- ¿Y cómo marcha el asunto?
- Mal, francamente mal. Soy distraído, de esfuerzos cortos, me cuesta mantener la concentración. Cuando imagino avanzar, olvido partes que creía memorizadas.
- Le recomendaría, joven, que no estudiara ahogado por la bebida, pues constriñe su memoria, que lo hiciera en un lugar tranquilo, quizá no sea necesaria una reclusión en un monasterio, pero seguro que puede encontrar un habitáculo más apropiado que esta cafetería, de decoración sencilla y ambiente plácido, y sin embargo no exenta de distracciones y de gente, siendo más recomendable la soledad, por último y sobretodo, le recomendaría el recurso a las anfetaminas: con su sistemática administración conseguirá imbuirse en el texto, pegarse días y noches estudiando sin parar y, quizá, conseguir el resultado que pretende.
- No lo había pensado.
- Hagamos un trato. Yo le proporciono dexedrina spansule, aquí y ahora, y usted a cambio se retira a otro lugar para proseguir con el estudio, o, si prefiere permanecer en la cafetería, no crea que le quiero imponer mi criterio sobre la forma de estudio óptima, aunque a mí me fue muy útil la que le he dicho durante los años que dediqué al conocimiento de la gramática, hágalo recitando los versos para sí mismo, sin zumbar como venía haciendo hasta ahora para incomodidad del resto de clientes.
- Trato hecho, le estoy muy agradecido.
El célebre literato se pone en pie trabajosamente y saca del bolsillo de su chaqueta un pequeño bote lleno de cápsulas. Se acerca a Lobo de Bar y le entrega un puñado. Sonríe el goliardo, estrecha su mano. Como duda de su capacidad de mantener la boca cerrada, termina la copa, se despide de su camello y benefactor, y se dirige a una licorería para comprar un par de garrafas de whisky con las que afrontar un prolongado encierro en la pensión.
Sentado en el pequeño escritorio de su cuarto, estudia y estudia, por fin concentrado, durante dos días y dos noches ininterrumpidos, llegando incluso a disfrutar de la experiencia, aunque eso no evite que enraíce en su interior un odio culpable, causado por el hastío de la repetición, hacia el Cid, doña Jimena, sus hijas, los infantes, y la madre que los parió.
Por increíble que parezca, llega hasta el final, y en su segundo repaso recita el poema sin tacha. Como Miss Howley no aparece y duda que San Bukowski haya permanecido atento a la proeza desde su trono celestial, decide grabar en su móvil la prueba de su victoria.
Lo enciende, inicia el video, y declama en pie, apoyado en el escritorio, con voz cavernosa, gesticulación contenida, recurrente recurso al whisky para aclarar su garganta:
De los sos ojos tan fuertemientre llorando,
tornava la cabeça e estávalos catando.

“And so on”, que diría el verboso Zizek.

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