viernes, 18 de noviembre de 2016

Lobo de bar y su epopeya infame (Parte 9 de 9)

Unas horas más tarde, aún de mañana, Lobo de Bar se despierta. Su primer pensamiento se dirige al frigorífico: ¿habrá cerveza? Desde la cama cree oír el monótono y penetrante ruido del motor de la nevera. Junto a él, Catalina duerme plácidamente. Está destapada, hace mucho calor. El goliardo observa su cuerpo, tan delgado, tan firme. Se fija en su cuello, en sus tetas pequeñas, en su boca entreabierta que resopla.
La cerveza puede esperar. Se ha despertado con la p*lla como un mástil. La palpa, está gordísima, y sus huevos, asaz saturados. Se acerca a Catalina. Besuquea su cuello, con la mano recorre su vientre. Catalina suspira y se arquea como una gata. Los dedos de Lobo de Bar descienden a los muslos, a las rodillas, a las corvas. Permanecen cerrados los ojos de Catalina, pero ya no está tan dormida.
La lengua del goliardo va del cuello al lóbulo de la oreja, sus dedos dibujan espirales en el pezón de Catalina. Cuando considera que ha llegado el momento, guiado por su respiración, regresa su mano a lo que Gladiolo quizá llamara su nido, su hormiguero, o vete a saber qué y que no es otra cosa que el c*ño. Aún está seco. Vuelve a ascender, la mano del goliardo, hasta su boca, para que le humedezca y, con los dedos preparados, después de perder por el camino un poco de saliva, sobre su vientre, la masturba. El cuerpo de Catalina responde, se agita, sus brazos buscan a Lobo de Bar, una mano encuentra su p*lla. La agarra, aprieta, está muy dura. Es una erección matinal, casi una sobreactuación. Se da la vuelta, Catalina, ofrece su espalda, y Lobo de Bar sigue mordisqueando su oreja, su cuello, pero ya no puede más, la penetra, despacio. Aún no está lo suficientemente húmeda. Entra poco a poco, hasta que intuye el camino expedito y empuja con violencia, despertando un gemido salvaje que retumba en toda la habitación.
Lobo de Bar penetra y penetra. Sus cuerpos chocan, y el sonido sordo de los golpes le embrutece. Con cada acometida avanza unos milímetros, girando la cadera, hasta tumbar a Catalina boca abajo. En esta posición sigue embistiendo. De vez en cuando se detiene para que sea ella la que se mueva, como devorando su miembro desde abajo, y siente el golpear de su culo contra su carne. Lobo de Bar teme irse demasiado pronto. Se incorpora, sin sacarla, sujeta a Catalina de una pierna y se la levanta para tumbarla lateralmente, de forma que su p*lla pueda entrar hasta sus más recónditas profundidades.
No descuida sus manos, el goliardo, recorren el cuerpo de Catalina, se meten en su boca, acarician sus pezones y sus piernas. Lo está haciendo bien. Ella se impacienta. Escapa. Se sube sobre él para poder moverse al ritmo de su deseo. Mueve su cuerpo hacia adelante y hacia detrás, refrotándose sobre él. Lobo de Bar juega. La agarra de la cintura para detenerla. Disfruta viendo que un cuerpo tan pequeño pueda ser tan difícil de dominar. La sujeta y la separa de él para metérsela de abajo hacia arriba. Apenas lo consigue unos instantes. Catalina baja vuelve a moverse hacia delante y hacia detrás. Ofrece sus pechos a su boca, y le susurra:
- Méteme un dedo por el culo.
Lobo de Bar, tan poco dado a obedecer órdenes, se somete, mientras Catalina sigue moviendo las caderas a un ritmo salvaje y empieza a frotar su clít*ris compulsivamente, hasta que estalla en un orgasmo demencial.
Tras unos segundos de tregua, colmados por unos besos muy sucios, Catalina, sin decir palabra alguna, se pone a cuatro patas. El goliardo arremete, choca contra ella y, al comprender que aún tiene para un rato, va a por el tabaco. Luego, sin parar de follar se lía y enciende un cigarro.
Catalina le mira, incrédula, desde su posición. “Eres un pervertido”, le dice. Gira sobre sí misma y se la empieza a chupar. Primero lamiendo el glande, luego metiéndosela en la boca hasta donde su garganta le permite. El goliardo la derriba para tumbarla y se la vuelve a meter. Tira la ceniza al suelo y le pasa el cigarro. Catalina aspira mientras Lobo de Bar se la mete, primero completamente tumbada, después con las piernas hacia arriba. Agarra su miembro, Lobo de Bar, para sacarlo y meterlo y para pasar por su clít*ris, mientras Catalina fuma. De rodillas, con los pies de Catalina en los hombros, le introduce un dedo en el orto. Al ver que está receptivo saca la p*lla y se la encaja por el agujero retrovisor. Catalina gime y se toca. Sus dedos pasean por encima y por dentro de su c*ño. Se termina el cigarro. La p*lla del goliardo se hincha todavía más. Está a punto de estallar. “¿Dentro o fuera?”, pregunta, “fuera” responde Catalina.
Lobo de Bar saca su impúdico rabo del cul* de Catalina y se corre. Una profusa lluvia de esperma cae sobre su vientre, sobre sus tetas, sobre su cara, sin que Catalina detenga su mano, porque está a punto de terminar otra vez, y eso hace entre espasmos, mordiéndose los labios, mirando al goliardo a los ojos.


EPÍLOGO

Tras el grandioso polvo, los amantes dormitan sobre la cama, sudados, hediondos de sexo, y Lobo de Bar piensa que ha llegado el momento de beberse esa cerveza con la que lleva horas soñando, pero entonces suena el timbre y Catalina dice:
- ¡Mierda!, mis padres.
El goliardo se viste a la velocidad del relámpago y escapa por la ventana. Sólo son dos pisos, salta a un magnolio cercano y consigue colgarse de una rama, pero ésta se quiebra y Lobo de Bar da con su culo en un parterre no particularmente mullido. En el suelo, se enciende un cigarro. Los transeúntes que han visto la fuga le miran con reproche. Ajeno, regresa a la verticalidad, Lobo, y se sacude los pantalones de barro, hierba y quizá cosas peores.
Se siente bien. El sofocante calor no le afecta, y tampoco le importa que no se hayan dado sus teléfonos, a pesar de que haya sido el mejor sexo en mucho tiempo y de que, sin ninguna duda, merecería la pena repetir.
Es bien entrado el día. Lobo de Bar da un paso, y luego otro. Camina  - la sonrisa de oreja a oreja -, con aire suficiente de estrella de Hollywood. Mira a su alrededor como si todos aquellos con los que se cruza le fueran a chocar la mano, olvidando que cada uno va a lo suyo, además de que la sociedad es aburrida y conservadora, y de que el mainstream jamás se fijará ni aprobará las etílicas y existencialistas aventuras de los goliardos, por muy épicas que sean. Cuando lo recuerda, al ver la absoluta indiferencia en el rostro de dos señores que pasan, sonríe. Es mejor así, en un mundo mojigato e insulso hasta el bostezo es más fácil y divertido provocar escándalos.
Llega a su guarida, Lobo de Bar, y escribe a sus amigos para contarles las buenas nuevas e invitarles a unas cervezas y copas en celebración de su gloria. Se abre una Export y aguarda, espera que aparezca también San Bukowski para rendirle tributo. Está henchido de orgullo, teme, incluso, que los goliardos acudan cargados de elementos con los que organizar una fiesta absurda, como confeti, globos, matasuegras y hasta Ewoks. Sería, en todo caso, un mal menor con el que podría condescender dado su estado de euforia. Pero no ha lugar.
Si tardan, los goliardos, no es porque estén preparando nada espectacular o degradante, sino sólo porque la resaca dificulta su determinación y movimientos. Va por la cuarta Export cuando aparece, por fin, Zé Tubarao.
- Así que te pusiste las botas.
- Eso es. Pero lo más importantes es que superé las doce pruebas. Pronto me llegará el reconocimiento de San Bukowski.
Arriban más goliardos. Una veintena por lo menos. También Miss Howley.
- Twelve points en tu última prueba, muy bien.
- Gracias Miss Howley.
Lobo de Bar, todavía vestido de El Nota, cansado de beber Export, se levanta de su mecedora para servirse un ruso blanco. Tampoco descuida las necesidades de sus goliardos compañeros que, bajo el tenue alivio del ventilador de techo, beben desperdigados por los sofás y el suelo, inmoderadamente, sobre todo si tenemos en cuenta que es domingo. El Heladero cuenta un chiste:
- Están en clase Juanito, Pedrito y Jaimito y les dice la profesora: “para mañana, traedme una frase con las palabras que hemos aprendido hoy, caballo y seto”. Al día siguiente, van a clase y la profesora les pregunta, “¿a ver,…”
- Ya nos lo sabemos – protesta Miss Voodoo.
- No puede ser.
- Lo has contado mil veces.
- Cagüen la p*ta. ¿Y el de “mi capitán, mi capitán, ¡que vienen los indios!”?
- También.
- Me he vuelto previsible.
Hace un calvo, El Heladero, pero apenas consigue levantar lánguidas sonrisas. Los goliardos empiezan a impacientarse, además de a ir bastante cocidos. Ha vuelto a llegar la noche, Edge sugiere pedir unas pizzas, Mr. White busca en internet uno de sus vídeos favoritos, el de un fox terrier sodomizando a una paloma, Zé Tubarao ha salido a la terraza para mear por el desagüe. Viendo la dispersión reinante y que San Bukowski no aparece por su propia voluntad, el Dr. Strangelove toma la iniciativa y le invoca con su baile telúrico y obsceno.
No se hace más de rogar el admirado santo, responde al conjuro haciendo acto de presencia en carne inmortal, desnudo dentro de una bañera, en compañía de una sordomuda pelirroja que le frota la espalda con una esponja impregnada de vino.
La expectación es máxima.
- Tu gesta es digna de alabanza, Lobo de Bar.
Todos aplauden.
- Oeoeoeoe – corean ebrios.
- Nada podría honrarme más que oírlo de tu boca, sensei.
- Ya. Pero…
- ¿Cómo que “pero”?
- Sí, hay un pero.
- No puede ser.
- Al revisar tu vídeo recitando el cantar de Mío Cid, hemos detectado un fallo. Donde debías decir “salveste” dijiste “sálvese”.
- No me jodas.
- Lo siento, Lobo de Bar.
Mira el goliardo, pánico en los ojos, a Miss Howley, y ésta corrobora las palabras de San Bukowski asintiendo.
- Por el amor de las rameras, dejadme, al menos, intentarlo otra vez.
- Prueba.
Se pone en pie, Lobo, y empieza a recitar el Mío Cid, pero no lleva ni dos páginas cuando yerra de nuevo.
- Una lástima – dice San Bukowki.
- Me cago en las alas de los arcángeles, San Bukowski, no puedes ser tan estricto.
- Es lo que hay.
- Pero tú no eres así y… ¿dónde está mi abogado?... aún tengo más de dos de dos miligramos de alcohol por litro de sangre… ¡podría seguir intentándolo!
- Déjalo, Lobo de Bar, te aprecio, me he divertido con tus aventuras, y lo que has conseguido es tan inútil y estúpido como digno de elogio, pero, si te soy sincero estoy muy cómodo allí donde me hallo, con unas cuantas groupies que me adoran, no me apetece compartir ese espacio contigo, al menos no de forma permanente.
- Pero…
- No querrás estar donde no eres requerido.
- Claro que no…
- No te des mal, Lobo. Puede que no estés contento conmigo pero admite que he conseguido animarte. Quizá algún día nos bebamos alguna botella juntos, sigue por tu camino y no me j*das… créate tu propio paraíso.
Tras decir estas palabras, se esfuman San Bukowski, su bañera y la sordomuda. En la cueva de Lobo de Bar se respira, además de un olor que evidencia la falta de higiene de alguno de los presentes, un triste aire de decepción. Sus degenerados amigos no saben qué decir, hasta que la cazallera voz de Sade irrumpe en el silencio:
- Menudo corte, jajajajaja
Su desbocado descojone contagia a Lobo de Bar, “hay que j*derse”, dice, y todos ríen aliviados. Mr Voodoo se levanta para subir el volumen, suenan los New York Dolls. Protesta sin convicción El dulce goliardo elegante. Lobo de Bar le sirve y se sirve sendos whiskys y, antes de perder la atención y la consciencia de sus colegas, levanta la copa para declamar:
- Los goliardos somos maestros de la derrota y hoy hemos conseguido una magnífica – murmullo de aprobación -. Esta epopeya, más allá de su final trágico, nos ha permitido recordar que la vida merece la pena. Sólo hay que saber bebérsela, explorar sus posibilidades, ser imaginativos… en definitiva, saborear las pequeñas cosas – respetuoso asentimiento-. Pequeñas cosas como humillar a un superhéroe, exterminar una raza absurda, allanar un museo o echar un buen polvo. Eso hemos hecho, goliardos, y mucho más – jolgorio generalizado -. ¿Qué c*jones? Lo hemos pasado bien, nadie en su insano juicio lo pondría en duda, y lo mejor de todo es que la vida sigue y aún tiene mucho que ofrecernos – abrazos efusivos -. Quizá, incluso – intenta terminar, Lobo, en el fragor de la bullanga -, se nos acabe ocurriendo cómo c*jones crear nuestro propio paraíso.
Se emocionan los presentes, humedécense los ojos de los más sensibles, hay quien se plantea iniciar un aplauso americano. No da tiempo, antes de que eso ocurra, Lobo de Bar se pone en pie y vuelve a levantar la copa en señal de brindis, con la mala suerte de topar en su maniobra con las aspas del ventilador de techo, que tritura el cristal y lo proyecta violentamente junto al whisky sobre los goliardos.
Gritos, desconcierto, sangre, caos.
Luego, silencio entre los vivos, sólo se escucha el disco de Grateful Dead.
- ¿Estáis bien? – pregunta el anfitrión.
Los goliardos se observan. Tras un sumario control de daños se dictamina que no hay ningún fallecido, sólo heridos leves, además del licor desperdiciado.
Protesta Zé Tubarao, “h*stia p*ta, Lobo de Bar, ya podrías haberte ido con San Bukowski o a tomar por saco”, pero lo dice en broma, en realidad no ha sido nada: pueden seguir bebiendo.

Amén

lunes, 14 de noviembre de 2016

Lobo de bar y su epopeya infame (Parte 8 de 9)

Pasan en el calabozo ese día y tres más, con sus noches, hasta que un alma caritativa, quizá alguien que detesta a Pablo Iglesias, paga la fianza. Lobo de Bar está aterrorizado, ¡cuatro días sin beber! Ni que decir tiene, Miss Howley se aparece para hacer el inoportuno control.
- Dos coma dos dos dos. Increíble.
Nada más salir de la cárcel, los goliardos compran un barril de Estrella Galicia y emprenden el camino de vuelta. No les hubiera venido mal una ducha. A Lobo de Bar se le han pegado al culo los gayumbos de Pablo Iglesias.
Una vez que llegan a la metrópoli no tienen tiempo que perder. Es sábado. El dulce goliardo elegante les ha invitado a una fiesta en casa de un conocido. Como son expertos en tomarse excesivas confianzas no sólo van Edge, Lobo y Zé, también acuden a la llamada de la juerga el Profesor Gladiolo, Bestial, la Mujer Pájaro, Mr. White, la Mamba Rubia, Jack Napier, Luis, Sade, El hombre del perrito, Mr. y Miss Voodoo. Abarrotan el lugar, al menos, llevan disfraces para amenizar el evento y suministro suficiente de bebidas, en camiones cisterna.
El conocido de Edge, antigua estrella del baloncesto juvenil, se ha comprado una casa y celebra la fiesta de inauguración. Se siente algo intimidado por la aparición de esa horda de salvajes en atuendos estrambóticos, pero sabe que pueden convertir el acontecimiento en algo memorable. Para empezar, ve cómo eficientemente instalan surtidores conectados a través de la terraza del salón, con largas mangueras, a las cisternas de los camiones.
La casa apenas está amueblada, el dueño todavía no se ha instalado, y esto facilita el movimiento de los goliardos, que exploran el lugar calibrando sus posibilidades. Han sido los primeros en llegar a la fiesta. Toman posiciones.
Lamenta la Mamba Rubia, disfrazada de playmate de los setenta, que no haya una bola de discoteca. Edge (de Jep Gambardella) y Lobo de Bar (como el Nota) discuten por la música que consideran conveniente pinchar. El primero defiende algo comercial y ecléctico, amoldable a los desiguales gustos de los invitados, el segundo ha llegado con ganas de psicodelia. Mientras se ponen de acuerdo, Zé Tubarao, vestido de Pipy Calzaslargas, toma la iniciativa y pone un disco de los Héroes.
Van llegando los invitados, la mayoría vestidos de zombies, pues esa era la temática de la fiesta que los caóticos goliardos se han pasado por el forro de los huevos. Como no hay un habitáculo lo bastante espacioso como para acomodar a tanto degenerado, el personal se distribuye en las distintas habitaciones aleatoriamente. Lo suyo hubiera sido que se repartiesen por áreas temáticas, bien fuere por la música, bien por el tipo de drogas consumidas, pero no hay nadie dispuesto a poner orden.
En la fiesta se juega, no dinero, sino a beber: a la pirámide, al señor del tres, al drinkpóker, al duro (el favorito de los nostálgicos) y al peligrosísimo anillo de los goliardos. La Mujer Pájaro (como Elastigirl) prepara voluntariosamente un ponche mezclando sin ningún tipo de criterio diferentes alcoholes. De su afán obtiene un brebaje imposible de trasegar en pleno uso de las facultades mentales y gustativas, algo que, a estas alturas, pocos de los presentes conservan.
Conforme se agota el contenido de los camiones cisterna y la toña avanza, se abandonan los juegos y los intrépidos noctívagos se embarcan en conversaciones peregrinas y en bailes absurdos. El propietario, con su disfraz de jugador de baloncesto zombie, parece disfrutar del espectáculo, sonríe desde el suelo, incapaz de moverse tras fumar a caraperro una L biturbo de maruja colombiana que le suministra Sade, no altruistamente, sino con el claro objetivo de que baje la guardia y no se altere si los excesos subsiguientes en la fiesta superan lo razonable.
Lobo de Bar habla con un tipo, hasta entonces digno rival en un severo pique al anillo de los goliardos.
- Buena fiesta – dice el tipo, zombie joven y greñudo - . Aunque me has jodido mandándome beber de ese asqueroso ponche.
- El juego es así.
- No me quejo. Soy un hombre y he pasado por experiencias más difíciles.
- Pareces curtido.
- Lo estoy. No te habré contado cuando una vez… claro que no, no nos conocíamos.
- ¿El qué?
- El día que me presentaron a Tobo Daitsy y me refirió su increíble y truculenta historia…
- ¿Qué? ¿Ya estás otra vez con esa mierda? – interrumpe un presunto colega del greñudo.
- Vete a tomar por el saco, Fred, es la mejor historia que has oído en tu p*ta vida.
- Puede que lo fuera la primera vez, pero ha perdido la gracia después de escuchártela en cada ocasión que te pones chuzo.
- Es que es la h*stia la historia de Tobo Daitsy.
- ¿Quién es Tobo Daitsy? – se interesa Lobo de Bar.
- Tobo Daitsy es un exguerrillero Serbio. Le conocí hace unos años, cuando estaba de viaje por Bulgaria.
- ¿Ya está con la historia de Tobo Daitsy? – llega otro de los presuntos amigos del greñudo.
- Of course – dice el primero.
- Juan, ¿a qué no sabes qué está contando aquí nuestro colega? – el segundo señala al greñudo dirigiéndose al postrado anfitrión.
- No me lo digas. La historia de Tobo Daitsy – consigue balbucear éste.
- Ni p*to caso a estos cabr*ones. Es la mejor historia que conozco con diferencia, y ellos también, por mucho que les guste putearme – dice el greñudo.
- Venga, pues empieza de una j*dida vez.
- Lo que le pasó a Tobo Daitsy es increíble. Estaba escondido en la montaña, al poco de terminar la guerra de los Balcanes, cuando…
- ¡Ven Iván! Hemos puestos unos chupitos de jäger, tómate uno con nosotras – una rubia alegre reclama la presencia del proyecto de narrador.
- Se lo quiere follar – aclara el segundo de sus colegas - . La tiene en la palma de su mano desde que le contó esa movida de Tobo Daitsy.
- Ya veo.
- Estoy – regresa el greñudo, con la marca de unos labios en el cuello.
- ¿Qué le pasó a Tobo Daitsy?
- Como te iba diciendo, le conocí en Bulgaria, hará cosa de unos seis años. Era una noche muy fría…
- Jajajajaja. Jajajaja – aparece Zé Tubarao de las tinieblas de la fiesta, riéndose estruendosamente. Sudoroso, ultraguaza, excitado, muy cerca de su siempre desastrosa transformación en diablo de Tasmania.
- ¿Qué te pasa Zé? – pregunta Lobo de Bar, estoico.
- Ven - Zé Tubarao le aparta del greñudo y sus seguidores.
- Tus coletas pelirrojas se mueven demasiado deprisa. ¿Me tengo que preocupar?
- No me j*das, Lobo, no te pongas en plan padre.
- ¿Qué has hecho?
- Verás. Me estaba meando vivo, así que he ido al baño, sin miramientos, “me meo, me meo” y en cuanto ha salido un tío del váter me he colado. Total, que mientras echo una meada de minuto y pico, veo que hay encima de la cisterna del váter una fila kilométrica. Obviamente, se la había dejado el que salía al tío que me he colado. Como imaginarás, me he hecho un rulo y me la he metido y, al salir, veo al que estaba esperando, con todo su mosqueo, y le digo: “h*stia tío, perdona, que no he visto lo que estaba puesto y, al limpiarme el culo, me he apoyado sin querer y lo he tirado todo”, “¿qué?”, me ha dicho, y yo “ya lo siento macho, si quieres chupar un poco yo creo que me quedará algo aquí en la palma de la mano, tranquilo que me he limpiado con la otra”. El tío ha puesto cara de asco, ha protestado un poco y me he ido dejándole con la palabra en la boca. Creo que estaba con los mardanos con los que hablas, así que será mejor mover a otra parte.
- Ya la estás liando. Que no me importa en general, pero j*der, me has dejado sin oír la historia de Tobo Daitsy.
- ¿La increíble y truculenta historia de Tobo Daitsy? La conozco. Es la p*lla. Ya te la contaré otro día.
- Hay que j*derse.
Los goliardos peregrinan por la casa. La mezcla de músicas irreconciliables (Laibach, el Puma, Lyrics Born, balearic) en las distintas habitaciones a diferentes potencias (las de un equipo HiFi, una radio de baño, un radiocassette tipo Bronx, e incluso un móvil) crea una vorágine sólo soportable si se va francamente pasado, como, por suerte para ellos, va la mayoría de los habitantes de ese averno.
Las visiones que se encuentran Lobo de Bar y Zé Tubarao por las habitaciones, casi todas diáfanas, sin decorar, blancas, como las de un psiquiátrico, comienzan a rozar el esperpento. Bestial, hasta arriba de monguis, imita el canto de la lechuza de las nieves, dirigiéndose a Sade, que va de tripis y oye sin comprender de donde viene el sonido. Busca por el techo. Allí sólo hay una bombilla roja colgada de un cable.
En otro cuarto, Luis (de piloto de fórmula uno) se ha hecho fuerte en el equipo HiFI y sube el volumen. Los vecinos están sordos o de vacaciones y no acude la policía ni llaman ellos mismos a la puerta para solicitar templanza. Mientras, al lado de Luis, el Hombre del perrito (como él mismo) habla con un caniche de porcelana.
Armados con sendas copas llegan a la terraza. Allí hallan a Jack Napier (disfrazado de Schuster) y al Profesor Gladiolo (de Federico García Lorca) junto a una chica que viste camisa blanca y una falda corta. De su cuello pende un colgante de Tous.
- ¿Vas disfrazada de pija? – pregunta Zé Tubarao.
- No, imbécil, soy así – se lo toma con humor.
- Os presento a Catalina – dice Jack Napier –, ellos son Zé Tubarao y Lobo de Bar, míticos goliardos.
- Un placer – dice Lobo de Bar.
- Zé Tubarao para servirte – se ofrece el tal.
Lobo de Bar estudia a Catalina con relativo disimulo. Es bajita y muy delgada, piel morena, casi del mismo color que el cabello, dentadura blanca y prominente. No es una belleza, pero tiene cierto atractivo y, atendiendo a imperceptibles señales, se dice que podría tener bastante vicio, además de que no parece disgustada por su presencia. El goliardo mira al cielo apenas estrellado, ¿está siendo el destino generoso? ¿le está poniendo al alcance de la mano la culminación de su epopeya?
- Demasiados rabos para una sola chorba, ¿no tendrás amigas? – dice el incontinente Zé Tubarao.
- Jajaja. No, he venido con un amigo – señala a un tipo en náuticos que baila solo en medio de la habitación.
- J*der, creo que se ha pasado con el cristal, menuda gustera lleva  - dice Jack Napier.
- ¿Le conoces? – pregunta Zé Tubarao.
- Es mi primo.
- Andanda.
El impaciente Zé Tubarao, sin dar tiempo a que surja una conversación de su interés dice “sois un coñazo”, y cambia de habitación. Jack Napier aprovecha para investigar el estado de su primo. Habla la pija:
- Entonces, tú me has dicho que eres poeta – se dirige al Profesor Gladiolo.
- Poeta romántico, a punto de la tuberculosis – corrobora éste.
- ¿Y tú? – a Lobo de Bar.
- Lo mismo que Chandler.
- No te pega.
- ¿Y qué creías que soy?
- No sé, algo más aventurado, o barman.
- Eso sería mi perdición.
- No hagas caso de la modestia de Lobo – interviene Gladiolo – es eso y mucho más, es un ejemplo para todos nosotros, un hombre de pelo en pecho, capaz de hazañas increíbles.
- ¿Cómo cuál? – el interés de la pija por Lobo de Bar es creciente.
- Por ejemplo, hizo llorar a Spiderman.
- Jajaja, pobrecito Spiderman.
- Y fue campeón mundial de alcoholismo.
- Pues pareces sereno.
- Es por mi prodigioso aguante.
- No habrás bebido tanto, jaja.
La dicción de la joven es nasal, desvaída y algo empalagosa, pero no parece importarle a Lobo de Bar, ni tampoco al Profesor Gladiolo, que interrumpe el juego de miradas de los dos anteriores.
- Me encanta alabar a mis amigos, pero antes de que llegase, estábamos hablando de ti, dulce clavel.
- Bueno…
- Discúlpame si no me refreno, pero voy ebrio, y veo en ti maravillas hasta hoy nunca imaginadas. Aunque… ¡no!, retiro mis disculpas. No voy a pedir perdón. Eres la estrella que alumbra mi oscuridad, y no voy a callármelo. Te miro y veo en tus ojos dos negros cautivos cruzando los mares de Andalucía. Y tu piel es la tierra que nos da vida y a la que todos volveremos. Si tú me dejaras, me perdería en tus cabellos de sombra, en tu boca de nácar. Bebería de las rosas de tus pechos. Me alistaría en el barco de tus piernas…
Lobo de Bar no puede reprimir una sonrisa, Gladiolo está completamente curda y fuera de sí, la pija le mira con estupor. Antes de que el goliardo pueda interrumpir a su desmadrado colega (… tus pies son pececitos gráciles…), los tres sienten que está ocurriendo algo en la casa de locos. Hay un movimiento febril, no sólo provocado por el abuso de las drogas. Lobo de Bar empieza a sospechar qué ha ocurrido cuando siente agua en los pies. Zé Tubarao, en una de sus habituales e inútiles luchas, ha arrancado el grifo de la cocina y el agua sale a chorro para inundar toda la casa.
El propietario vuelve en sí desde los abismos de la marihuana triposa y consigue cerrar la llave general. Empapado, grita:
- Todos a tomar por el culo de aquí.
La turbamulta sale a trompicones del proyecto de hogar o parque acuático. Algunos goliardos, poco impresionables, quedan rezagados, pero unos amigos del anfitrión consiguen expulsarles ofreciéndoles la promesa de un futuro mejor.
Se ha hecho tarde para ir a un bar. Los asistentes más intrépidos deciden viajar a una discoteca. Por el camino se producen numerosas bajas, incluso entre los goliardos. El grupo, reducido aproximadamente a un tercio, consigue llegar a su destino.
Entre los supervivientes quedan, por supuesto, Zé y Lobo:
- ¿En qué c*ño estabas pensando cuando reventaste ese grifo? – pregunta éste.
- Me aburría – responde aquel.
La discoteca es amplia y se distribuye en dos alturas. Es tal la guaza de los goliardos que les resulta imposible acordar un punto de reunión. Se distribuyen al azar, desperdigados por el templo.
Algunos antiguos integrantes de la fiesta se encuentran en la barra cuando van a pedir alcohol, se saludan como si fueran veteranos de una guerra. No es el caso de Lobo de Bar, que está en la parte de arriba y , al desaparecer Zé Tubarao no sé sabe por qué ni para qué y es mejor así, se queda solo. Teme haber perdido a la pija. Tras un instante de vacilación comprende que tiene que abandonar la comodidad de la barra para ir en su busca.
Cruza el bar con su albornoz, sus pantalones cortos y unas gafas de sol que apenas le permiten distinguir nada a menos de medio metro. Inopinadamente, se encuentra a Jack Napier. Le pregunta:
- ¿Has visto a Catalina?
- ¿A quién? – el generalmente sosegado goliardo parece aturdido, los últimos chupitos han sido catastróficos para su cordura.
- A… déjalo – se da por vencido Lobo de Bar.
El goliardo prosigue con su búsqueda. No hay mucha gente en la discoteca (el verano, las sanas costumbres de las nuevas generaciones). Atraviesa el humo dulzón que expulsan unas máquinas del infierno, ve sombras azuladas, que al acercarse se transforman en personas, algunas de ellas conocidas, algunas de ellas con disfraces improcedentes, pero no se detiene. Pasa junto a la cabina del Disc Jockey, donde pincha un tipo en la cincuentena con grandes gafas y patillas, una especie de Paco Umbral postmoderno.
Ha recorrido todo el bar - dando lo que tradicionalmente se conoce como una putivuelta – sin encontrarla. Quizá se haya marchado, Catalina. Si es prudente sería lo normal. Lobo decide salir a fumar un cigarro. Antes de llegar a la puerta advierte una figura muy delgada, en falda corta y camisa, de espaldas, que parece buscar a alguien. Es ella. Cuando se da la vuelta y le mira comprende que es a él a quien estaba buscando. Sin decir nada se lanza sobre su boca.
Catalina responde a su beso, con todo su pequeño organismo. Se cuelga de él, y Lobo siente sus brazos finos pero fuertes alrededor de su cuello. La envuelve en la frondosidad de sus brazos. Besa bien, bastante bien, como una salvaje. La levanta. Desde siempre le ha gustado levantar mujeres livianas durante sus borracheras. Piensa en echársela al hombro para hacer el helicóptero. No, sería demasiado. Mejor no tentar a la suerte. Se siguen besando y, cuando sus bocas se separan, Lobo de Bar, señalando a la barra, pregunta:
- ¿La última?
- No, van a cerrar ya. Vamos a mi casa.
Duda, Lobo de Bar. Su dipsomanía le pide más alcohol, sabe que otros goliardos, en especial el inmisericorde Zé Tubarao, le recriminarán su huida, aunque haya sido por una buena causa.
¿Qué pelotas? ¿En qué está pensando? ¡Le está invitando a su casa! Los astros se han alineado de forma que tiene en su mano la llave de consumar su nunca satisfecha aspiración de tirarse a una pija y, al mismo tiempo, la de completar su epopeya para entrar por la puerta grande en los libros de historia de los borrachos. ¡No debería dudar ni un segundo!
Lobo de Bar vuelve a mirar a la barra. Su camarera de confianza le saluda, podría ir a verla y a pedir otro whisky.
- ¿Vamos? – insiste Catalina.
El goliardo se gira hacia ella, ve sus ojos sugerentes, se acuerda de sus piernas y, por una vez en su vida, toma la decisión acertada.
Menos mal, me estaba poniendo de los nervios y no quería intervenir. Ha de aprender solo.
Salen a la calle. Está amaneciendo. El cielo se tiñe por el horizonte de colores cursis. Intentan coger un taxi, pasan tres libres sin detenerse. Lobo de Bar pregunta:
- ¿Vives muy lejos?
- Serenos a diez minutos.
- Pues vamos andando, aunque lleguemos en veinte.
El camino se hace eterno. De vez en cuando se detienen para besarse, pero no con besos de amor, no hay nada de eso, no estamos hablando del Profesor Gladiolo, que se enamora en una milésima de segundo, tampoco es esto una película de sobremesa, se trata de meros repostajes para reavivar su deseo, para darse fuerzas con las que llegar a su destino.
Cuando alcanzan su portal, en una avenida de la zona pija de la urbe, el inclemente sol de agosto castiga sus derrotados cuerpos.
- Espera cinco minutos y llama al segundo A – conmina Catalina.
- ¿Qué?
- Hazme caso.
Lobo de Bar levanta una ceja por encima de sus gafas negras. Antes de que pueda protestar, Catalina entra en su casa. Para hacer tiempo, se lía y enciende un cigarro, el goliardo. Sonríe bobaliconamente. Es un tipo con suerte. “La vida te da sorpresas”, se dice, y se agarra la p*lla. Un anciano pasa y observa con reprobación su aspecto. En cuanto termina el cigarro tira la chusta a la carretera y aprieta al timbre.
Un sonido atroz le abre las puertas de la gloria. El goliardo entra. Como espera por la actitud de Catalina, el portero se encuentra en su garita y le mira con suspicacia. Son sólo dos pisos, pero prefiere esperar al ascensor. Sube. Encuentra la puerta del segundo A abierta. Pasa. El recibidor y el pasillo están oscuros, en las habitaciones entra la luz del día por las ventanas. Es una casa bastante grande, ricamente amueblada, aunque con un gusto un tanto rancio. Encuentra el salón, la cocina, un baño. ¿Dónde está Catalina? Sigue por el pasillo hasta que, por la puerta abierta de uno de los cuartos, uno con papel de flores en las paredes y decoración infantil, la ve, tumbada, desnuda sobre la cama.
Se masturba, Catalina, mientras le mira. Lobo de Bar se desnuda despacio, porque de apresurarse, en su estado, acabaría en el suelo. Sólo se deja puestos los calzoncillos, que ya no son los de Pablo Iglesias. Entra en la cama.
Catalina está muy caliente, se lo dicen sus mordiscos. Lame su cuerpo, lo toca de principio a fin. Desciende hasta sus pies y regresa lentamente por las finas y musculadas piernas. No se hace más de rogar, Lobo. Se amarra a su c*ño y lo chupa empleando toda su pericia. Y ésta no es poca, porque en la vida del borracho – atended, niños – es bastante habitual que un goliardo acabe en la cama con una hembra ávida de sexo sin que su miembro, ahogado en el alcohol, responda, y en esas ocasiones, siguiendo los sabios consejos de cierto profesor de secundaria, lo justo es satisfacer a la fémina, pues ésta ha abierto lo más íntimo de su ser a un hombre degenerado y más merecedor del erebo que de esa generosa oferta de placeres no del todo desconocidos.
Se trabaja el clít*ris, Lobo de Bar, mientras introduce el corazón en la vagina. Obviamente, hablo literalmente del dedo corazón, y no metafóricamente del corazón del goliardo, tantas veces loco de alegría y de pena que en ocasiones piensa que lo ha desgastado y perdido para siempre, hasta que aparece una nueva mujer por la que pierde la cordura.
Como su corazón no parece suficiente, añade el anular, y mueve los dos dedos muy despacio mientras acelera la rotación de su lengua. Catalina le agarra de la cabeza, le empuja hacia ella, y Lobo de Bar se resiste momentáneamente para luego dejarse conducir mientras hace un giro con sus dedos que desencadena un oceánico orgasmo.
Catalina se dispone a satisfacer al goliardo, pero hace rato que éste sabe que sus más de tres miligramos de alcohol en sangre impedirán una erección ni siquiera decente,  y que intentarlo sólo será una pérdida de tiempo y una fuente de frustración.
Se excusa y los dos se echan a dormir.

sábado, 12 de noviembre de 2016

Lobo de bar y su epopeya infame (Parte 7 de 9)

Tres días más tarde…
- Tremenda elipsis.
- Las elipsis están de moda, pueden ser un recurso rico e imaginativo, y resultan muy convenientes a la hora de ahorrar costes.
- No me jodas, hombre, ¿vas a dejar sin relato tan brillante etapa de mi epopeya?
- Si te soy sincero, Lobo de Bar, tenía escritos varios capítulos espléndidos, pormenorizando tus hazañas, pero se los comió un mapache.
- Mientes.
- Vale. En realidad aparecieron los Monty Python disfrazados de inquisidores españoles y les prendieron fuego.
- Eso sería algo inesperado.
- Nadie espera a los Monty Python disfrazados de inquisidores españoles, armados con la sorpresa, el miedo, eficacia despiadada, devoción fanática por el Papa y unos uniformes rojos preciosos.
- Sigues mintiendo.
- Bueno, ¿te resulta más creíble si te digo que tras nuestra última juerga me levanté indispuesto hasta tal punto que vomité con profusión sobre el manuscrito de forma que éste, por completo pringado, absorbió los infectos efluvios estomacales hasta quedar absolutamente ilegible?
- No me digas que, en el siglo XXI no lo escribiste a ordenador.
- El jodido siglo XXI. Me llegó la inspiración durante la misma bullanga, y escribí los capítulos en servilletas, ¿no te acuerdas?
- Ahora que lo dices, me quiere sonar.
- Acabáramos.
- ¿Y no podrías reescribirlos?
- No me acuerdo, y me da pereza.
- Pero entonces, ¿cómo van a conocer tus lectores mis hazañas?
- Puedo contarlas sumariamente.
- Adelante.
- En una carrera frente a Usain Bolt, te pusieron tus goliardos compañeros una botella de absenta en la línea de meta, gracias a lo cual, y al efecto de las esencias que aún tenías de cuando te las suministró Ferlosio, es decir, cargado de hipotaxis, anfetas y ansia por alcanzar la absenta, le venciste.
- Eso no fue así. ¡Por Dios y su prima la de Huelva! Le gané porque la carrera fue en coche, y no hay piloto más rápido que yo, para algo aprendí a conducir con el Collin McRae Rally de la Play.
- ¿Así ocurrió?
- Claro.
- Sea pues.
- Eres un narrador omnisciente de mierda.
- Sin faltar.
- Te faltaré si me sale de los c*jones.
- Luego recuperaste la amistad de Splinter enviándole una caja de botellas de Calvados.
- Y con buena voluntad.
- Obvio.
- Sigue.
- Visitaste el inframundo y volviste.
- Gracias a que no miré atrás y no hice caso a las insistentes llamadas de mis amigos pidiendo que me echara la última.
- Limpiaste los establos de Carlos Baute y su sonrisa en un solo día.
- Necesité un rastrillo zen.
- Asististe impasible a un concierto de Gogol Bordello.
- Con la borrachera que me embutía no me fue difícil mantener la calma.
- Y Miss Howley validó todas las pruebas con twelve points.
- No era para menos.
- Ahora, ¿podemos continuar?
- Por su puesto, procede.
Como iba diciendo, tres días más tarde, Lodo de Bar se encuentra – a nadie le sorprenderá -  en un tugurio no recomendable para almas puras. Sólo le quedan dos pruebas por superar: robar los gayumbos de Pablo Iglesias y follarse a una pija. No se siente preparado para afrontar la segunda, así que ha quedado con el más impetuoso de los goliardos, el sin par Zé Tubarao, para superar la primera.
Llevan ya unas cuantas copas y no han hecho ningún progreso. El barman, de cuidadas patillas, ha salido a la calle para fumar un petardo. Imprudentemente, les ha dejado a cargo de la barra. Abusan de su confianza. Es lunes y apenas hay noctámbulos. Las esculturas de unos velociraptores a tamaño natural les vigilan desde el fondo del tenebroso antro. Habla Lobo de Bar:
- Ojalá Pablo Iglesias fuera un personaje de nuestro tiempo. Entonces, bastaría con irnos con él de farra hasta que se pillase tal guaza que acabara con los gayumbos en la cabeza. Y entonces… ¡alehop!
Zé Tubarao, que estaba bebiendo, no puede contener una impulsiva carcajada que resulta en una torrencial expulsión de ron cola por la nariz. Su hilaridad no ha sido provocada por la imagen de un hipotético Pablo Iglesias borracho, en camisa, sin pantalones, con el nabo colgando y la ropa interior en la cabeza, sino porque “alehop” es una expresión recurrente de los goliardos, que evoca la primera experiencia anal con hembra que tuvo uno de los más corrompidos integrantes del grupo, conocido por razones que no vienen al caso como “El Domador”. Según sus propias palabras: “nos metimos en la ducha y empezamos a magrearnos, luego la puse de espaldas y se la empecé a meter. Como sabía que le iba el tema, le metí un dedo por el culo, luego otro, di vueltas y, cuando consideré que estaba lo suficientemente dilatado,… ¡alehop!”.
- Puto Lobo de Bar. Y puto Domador.
- Bien, como no conozco ningún Pablo Iglesias vivo, creo que no nos queda otro remedio que ir a la casa museo de Pablo Iglesias Posse en El Ferrol, quizá allí tengamos suerte.
- Yo tampoco veo mejor alternativa.
- ¿Arrancamos?
- Venga.
Se ponen en marcha, los goliardos. Su aspecto en contrapicado, a pesar de su paso renqueante, resulta imponente. En sus ojos hay determinación, enajenación, y total ausencia de autocontrol. Como a esas horas - ya sabemos por qué - no venden alcohol en los comercios, pasan por la cueva de Lobo y cogen unas cuantas botellas de su bien surtido mueble bar.
A continuación, no sin haberse bebido unos tequilas para darse aún más ánimos, bajan a por el coche del goliardo: un Lancia Delta rojo en pésimas condiciones de higiene. Introduce la llave Lobo de Bar, la gira y mete tercera, ya que no hay otra forma de arrancarlo. Según google maps, están a más de siete horas de distancia de Ferrol, de cuyo viejo apellido no quiero acordarme, pero no cuenta el programa con la demencial conducción del goliardo, que avanza a velocidad inconcebible por carreteras secundarias para evitar los controles de la Guardia Civil, mientras Zé Tubarao grita y fuma enfebrecido y cada pocos minutos le va pasando la botella de mezcal. Escuchan unos cassettes de Siniestro Total. Sólo se detienen en una ocasión, para repostar, en una gasolinera de surtidor único, una aparición en el páramo castellano. Siguen su camino en la oscuridad, uno de los faros del Lancia se ha fundido. A la altura de Monforte, Zé Tubarao, que no puede contener durante más tiempo la fuerte marejada de su estómago, vomita por la ventana un líquido parduzco.
Menos de una hora más tarde, menos de cuatro desde que salieron, con seis botellas de mezcal casi vacías sobre el asiento de atrás, llegan.
- Eres un animal, tampoco teníamos prisa.
- ¿Cómo que no? Hemos de actuar de noche, y antes de que abran el museo.
- Tienes razón, y cuando la tienes, te la doy. Faltan unas dos horas para el amanecer.
Aparcan en las inmediaciones y caminan hasta la casa de Pablo Iglesias, una casa muy humilde, la de un peón municipal. Tuvo que venderla su madre cuando el padre hubo muerto para poder emigrar a Madrid, a pie.
Las medidas de seguridad no son gran cosa en el edificio, desde luego, nada que no pueda ser superado por el arrojo de los dos criminales poco temerosos de Dios que la asaltan. Los goliardos rompen una ventana y entran.
El interior ha sido decorado libremente, con muebles que le pertenecieron después - no sé hasta qué punto es esto cierto, hay museos en todo el mundo que se toman la verdad muy a la ligera -, una cama adusta, un escritorio, librerías que ocupan las paredes del pequeño salón. Los goliardos recorren la casa alumbrando con las linternas de sus móviles, como dos vulgares rateros. Su escandalosa ebriedad les hace tropezar con frecuencia, la incursión no se parece en nada a todas las que hemos visto en películas sobre atracos perfectos.
Además de los muebles, hay letreros que relatan la vida y milagros de Pablo Iglesias. Lobo de Bar y Zé Tubarao, intentan leerlos, pero no tardan en perder el interés, porque van borrachos, porque ya saben lo que hizo en política, y porque, aparte de eso, fue un tipo serio.
En vitrinas sucias se exponen algunos de sus más queridos objetos personales: un peine para el bigote, una gorra, un ladrillo, un par de trajes y, sí, también unos gayumbos. La emoción embriaga a Lobo de Bar. Rompe la vitrina y levanta los gayumbos en señal de victoria. Con su inestable mirada ve que están algo roídos. No sigue con su análisis más allá de tal punto. El ruido de unas sirenas policiales irrumpe en la noche.
- ¡Copón! – blasfema Lobo de Bar, debía haber alarma.
- Rápido, Lobo, ponte los gayumbos y esconde la vitrina, o te los requisarán.
Procede el goliardo. Se coloca los gayumbos de Pablo Iglesias – no adquiere ningún superpoder - mete lo que queda de la vitrina debajo de la cama y rompe la que contiene el peine de bigotes para que sus cristales se confundan con los que ya hay en el suelo.
Cuando entra la policía, patada en la puerta mediante, les encuentran en medio de la habitación, con cara de culpables y el peine en la mano.
- Disculpe señor agente – dice Lobo de Bar -. Fue por una apuesta, un grave error, creo que me excedí en el consumo de espirituosos, en un intento bienintencionado de reactivar la economía nacional. Sé qué nuestra profanación es imperdonable. Estamos, creo sin riesgo de equivocarme que hablo por los dos, sumamente arrepentidos. Pagaremos los desperfectos, los de aquí y los de todos los museos que hayan asaltado esta noche en El Ferrol…
- Cállate, borracho. Poneros los dos contra la pared.
Los goliardos se ven cacheados, maniatados y conducidos al calabozo.

jueves, 10 de noviembre de 2016

Lobo de bar y su epopeya infame (Parte 6 de 9)

En un antro de su gusto (oscuro, extraño, barroco, trasnochado), Lobo de Bar bebe, en compañía del célebre Dr. Strangelove, al cual ha referido sus notables avances recientes. El doctor celebra la determinación de su colega, con fama de impetuoso y capaz de grandes proezas, al mismo tiempo que poco dado a esfuerzos como el requerido en la memorización del cantar de Mío Cid. Para asegurarse de que no le está tomando el pelo le pide que recite algunos pasajes, y Lobo de Bar cumple sobradamente, interrumpido eso sí, por un hipar episódico y molesto.
Brindan por el éxito de la gloriosa empresa y su supervivencia en el empeño, y el barman, de cara picada, escaso pelo y barba intermitente, tiene que volver a llenar sus apurados vasos. Lobo de Bar bebe al revés, intentando acabar con el hipo. Se aparece entonces Miss Howley, con aspecto de haber dormido poco y mal.
- ¿Vienes a hacerme otro control? – pregunta, voluntarioso y confiado, Lobo de Bar.
- Sería inútil, probablemente sacarías más de un tres. He venido porque me apetece una copa.
- Pues no se corte, señorita – dice el Dr. Strangelove - , ¿qué quiere tomar?
- Un vodka con kiwi.
Del susto, terminan los hipidos de Lobo de Bar.
- Extraña combinación – dice Strangelove.
- Las hay peores.
- ¿Está satisfecha con el obrar de mi pupilo?
- No va mal – dice, y añade dirigiéndose a Lobo –. Pásame ese vídeo que dices tener declamando el Mío Cid para que pueda examinarlo.
El goliardo, que tiene la impresión de que el doctor y la Miss están flirteando se sumerge en su móvil para buscar el vídeo probatorio. Por el camino se entretiene viendo otros vídeos de procaz cariz que no vienen a cuento. Cuando por fin lo envía y levanta la mirada, sus compañeros de barra se han sumergido en un húmedo y prolongado ósculo. “No pierde el tiempo, el doctor”, se dice, y se propone dejarles un poco de intimidad pero, en cuanto baja del taburete, Strangelove – los ojos todavía cerrados sobre el rostro de Howley - le caza del brazo, bastón mediante.
- Quieto ahí – dice cuando por fin libera su boca – necesitas asesoramiento.
- Pensaba que molestaba.
- En absoluto. Sólo que cuando me disponía a darte uno de mis sabios consejos esta belleza – Miss Howley se ruboriza – me ha distraído.
- Habla pues.
- Tu gesta marcha bien, mas deberías adornarla con algo épico, salvaje, atávico, que tenga el sabor de las epopeyas clásicas. Si hablar se me permite, te recomendaría que pases a la prueba de… - sonido de timbales.
Matar algún animal o ser mitológico
- Sí, eso está muy bien. Hércules mató al León de Nemea (y le despojó de su piel), a la Hidra de Lerna, a los pájaros del Estínfalo, capturó a la Cierva de Cerinea, al Jabalí de Erimanto, al Toro de Creta, e incluso robó las Yeguas de Diomedes. Pero no es fácil dar con un animal mitológico hoy en día. Para empezar, ¿qué animales mitológicos quedan? Ya no se ven unicornios, salvo que nos refiramos al narval, con grave riesgo de que Miss Howley lo considere inadmisible – la dama asiente - , el monstruo del lago Ness ha debido ser pasto de los peces o de algún pescador furtivo, tampoco aparecen en los últimos tiempos, tan controlados por la fotografía móvil, los grifos, los hipogrifos, las esfinges, las hidras, los krakens, los dragones…
- Los mitos han evolucionado, estamos en el jodido siglo XXI, piensa.
- ¿Qué nos queda? ¿un político honrado?, si lo hubiera sería una ignominia extinguirlo.
- Piensa mejor.
- ¿Tengo que matar a Pelé o a Maradona?
- Eso no son animales en sentido estricto. Anda, bebe un poco y dale unas vueltas.
Obedece, Lobo de Bar, se entrega al whisky con fruición. Para no distraerle, el Dr. Strangelove se sigue trabajando a la Miss. La besa y, no quiero ser indiscreto, pero creo que una de sus manos indaga en los arcanos que hay bajo su falda de lana.
Unos minutos más tarde, los ojos de Lobo de Bar se iluminan, móvil en mano, parece haber encontrado la solución. Se atreve a interrumpir:
- Ya lo tengo.
- Dinos, querido goliardo.
- Al parecer hoy en día, la juventud se halla enfebrecida en la búsqueda de unos nuevos seres mitológicos conocidos como Pokémon.
- ¿Eres conocedor del mundo Pokémon? – inquiere el Dr. Strangelove.
- En absoluto. Sólo sé que catervas de jóvenes persiguen ansiosamente por las calles de todo el globo a esos engendros inmundos y que su líder es el pequeño Pikachu. Lo aniquilaré.
- Pero – advierte Strangelove -, para poder entrar en su mundo tendrás que convertirte en dibujo animado.
- Puedo hacerlo.
- ¿Sabes cómo?
- Según tengo entendido, para convertirse en dibujo animado no hay más que pasar por una de las puertas pequeñas del imaginarium siete veces y, a continuación, introducirse una piruleta con forma de corazón por el orto.
- No es poco sacrificio.
- Estoy dispuesto.
- Adelante pues -  Miss Howley da su beneplácito.
- No se hable más.
El peligroso goliardo se termina la copa y pide otra en vaso de plástico para acometer su misión en condiciones favorables. Sale del antro.
- ¡Suerte! – se despide el Dr. Strangelove.
En la calle es noche oscura. Lo primero que hace el goliardo es bajarse el Pokémon go, indispensable instrumento de búsqueda, a continuación escribe a sus conocidos pidiendo colaboración en la por lo visto difícil tarea de hallar a Pikachu. Constata así la gran utilidad de las redes sociales en este mundo postmoderno e hiperconectado. Mientras espera respuesta de cualquier friki enfermizo que por algún insólito motivo esté entre sus contactos se dirige al primer Imaginarium que le viene a la cabeza, uno no muy lejano, el del casco antiguo. Por el camino se avitualla de whisky en un bar de viejos.
Como era de esperar por lo intempestivo de la hora, el comercio está cerrado. Sabemos de otras ocasiones que Lobo de Bar, sin ser James Bond ni el inspector Gadget, tiene sobrados recursos. Se cuelga de una señal de Stop aledaña hasta que la derriba, pues se parte cerca de la base, y se arma con ella para utilizarla como ariete contra la verja del Imaginarium. Después de varios intentos, mientras suena implacable la alarma, consigue abrir un butrón de tamaño suficiente y pasa.  En el proceso se corta en piernas y brazos, y teme que aparezca la policía antes de que termine la operación, pero consigue atravesar la persiana las veces convenidas y, mientras escapa a la carrera, con los pantalones a medio bajar, se sodomiza con una de las piruletas de corazón que suele llevar en el bolsillo.
Por algún extraño motivo suena la canción de Willy Fog, interceptada por Mocedades, a Lobo de Bar le crecen los ojos, se estiliza, adquiere aspecto de sí mismo en versión manga. El mundo en rededor parece sacado de una película de Satoshi Kon. Deambula por las calles del casco viejo, algo aturdido, se mete en un bar. Lo regenta un indio navajo, se saludan y pide otra copa. De las paredes cuelgan winchester, revólveres, atrapasueños, mandalas y otras mandangas tribales. El goliardo consulta su móvil. Todavía no encuentra noticia verificada de Pikachu, aunque los rumores le sitúan en el antiguo recinto de la Expo.
Como es un hombre de acción no espera la confirmación. Sale del garito y se pone en camino. Al pasar por una cuchillería rompe el escaparate y se apodera de un hacha. Llega a la ribera del río. Le gusta la noche, la luna asoma entre las nubes, se refleja en las aguas lúgubres. Apenas hay paseantes, sólo un par de grupos que probablemente buscan bares, gente con perros y algún tarado. Cruza el río por una pasarela. A diferencia de otros días, el viento es soportable.
El recinto de la Expo resulta especialmente desolador en dibujos animados. Los pabellones emergen espectrales con las marcas del abandono y el paso del tiempo. Lobo de Bar avanza, recordando cómo aquel lugar estuvo lleno de vida durante unos meses. Con la excusa de hacer visitas culturales, en general anodinas, se pilló unas cuantas buenas guazas, y se trajinó a alguna que otra forastera. A lo lejos se levantan una torre y un puente representativos del evento, hoy infrautilizados.
Lamenta Lobo de Bar no haberse equipado con más bebida. Está seco. En el trayecto ha visto algún Pokémon, pero eran vulgares, él busca a Pikachu. Con su color pollo no debería ser difícil de encontrar, pero por mucho que escudriña no lo encuentra. Las redes sociales no le ofrecen nuevas pistas, quizá haya ido en vano hasta allí, sólo para despertar algunos viejos fantasmas de su memoria.
Cuando llega a una fuente decide meter un rato los pies, para refrescarse un poco, ya que no puede hacerlo por vía oral (no hay en los alrededores ningún sitio donde comprar alcohol). En la fuente, en vez de una estatua, hay un curioso y colorido mural con un gigantesco pulpo. Está en la linde del recinto, más allá, junto al río, hay una agrupación de árboles que no llega a la categoría de bosque.
Entre las sombras ve algo que se mueve. Un bichito amarillo que se asoma juguetón tras el tronco de un árbol. Sí, es Pikachu. Lobo de Bar empieza a correr, descalzo, blandiendo el hacha. El animalito tarda en reaccionar, no debe ser muy listo, porque la expresión del goliardo es claramente inamistosa, por fin se da la vuelta y huye. Quizá debiera haberse subido a un árbol, o esconderse, pero lo que hace es salir a la intemperie del asfalto, demasiado visible. Lobo de Bar, enajenado, sin importarle estarse destrozando los pies, recorta distancias. Está a punto de alcanzarle cuando el maldito Pokémon, que debe sentir su aliento, se da la vuelta. Los dos se detienen y se observan.
La batalla parece desigual, el demente bigardo parece un coloso al lado de la mascota, pero Pikachu salta y no sé qué mierdas hace que lanza unos rayos la mar de chungos sobre Lobo de Bar, para algo es un animal mitológico y eléctrico, aunque sea de una mitología un tanto naíf.
Huele a chamusquina. Los rayos han impactado en el goliardo, está un poco socarrado, por fortuna, el abundoso alcohol que transporta su sangre mitiga el dolor y tampoco ha sido demasiado potente la descarga. “Mucha parafernalia para una mierda de calambre”, se dice. No va a tener otra oportunidad, Pikachu, que ha quedado débil por el derroche de energía. Su enemigo se lanza sobre él y le clava el hacha en la cabeza, con tal ímpetu que separa su cráneo en dos, aproximadamente por la mitad. La sangre y el escaso seso del bicho se esparcen sobre el cemento. No lo llora Lobo de Bar, quizá lo hagan otros, quizá hasta le pongan velas.
El goliardo hace una foto del cadáver y la envía a Miss Howley y a Strangelove. Ha creado un grupo de whatsapp para la ocasión, “Pikachu caput” se llama. El doctor no debe estar tan ocupado como Lobo de Bar le suponía porque no tarda en responder:
Dr. Strangelove: Eres un sádico.
Lobo de Bar: Tú me sugeriste que matara a un animal mitológico.
Dr. Strangelove: Tampoco hacía falta extralimitarse. Para ese bicho, con un poco de matarratas valía.
Lobo de Bar: Bueno, ya está hecho.
Dr. Strangelove: De todas formas, sabes que hay más Pikachus, no?
Lobo de Bar: Cóóóómo? No jodas.
Dr. Strangelove: Ay… No tienes ni guarra idea del mundo Pokémon.
Miss Howley: Ni de té.
Dr. Strangelove: Es como una raza.
Lobo de Bar: Mierda puta.
Miss Howley: X mi parte ok, supongo que sigues borracho como una rata.
Lobo de Bar: Lo voy.
Miss Howley: No hace falta que mates a todos los Pikachu.
Lobo de Bar: Ahora ya me habéis puesto en canción.
Dr. Strangelove: Aborta, Lobo, vuelve al bar.
Lobo de Bar: Tengo un plan.
Deja el teléfono, el goliardo, y se lo guarda en el bolsillo. Al ver que un Pokémon con apariencia de lagarto con una llama en el culo ha llegado hasta la ruina de Pikachu y que llora desconsoladamente, ha tenido una maquiavélica idea. Se acerca hasta él y dice:
- Una pena esto, ¿eh? Con lo majo que era Pikachu… – el lagarto de la llama en el culo asiente, con los ojos brillantes e inundados de lágrimas - . ¿Quién habrá sido el c*brón? – el lagarto se encoje de hombros o algo parecido, sin que se le pase el berrinche – Sé que lo estás pasando fatal y me gustaría ayudarte… - el lagarto suspira - Tengo un amigo que consigue sustancias muy útiles cuando se apodera de tus entrañas un profundo dolor, hasta tal punto que crees no poder sacarlo y te sientes morir – el lagarto se lleva la mano al pecho - . Te daré su teléfono, es conocido como el Turuta, cuando le llames dile que vas de mi parte – el lagarto saca su pequeño móvil y apunta el número – y diles a los demás Pokémon que pueden hacer lo mismo.
 Lobo de Bar deja al compungido animalucho y se aleja del decadente recinto de la Expo. Ve cómo muchos otros Pokémon peregrinan hacia el lugar donde feneció Pikachu. Ya es suficiente. El goliardo extrae de su recto la piruleta de corazón, derretida y desgastada, y la arroja al río. Tiene el ojete de color carmesí y bastante pegajoso.
En pocas semanas, los Pokémon caen como moscas. Al parecer, tras su apariencia infantil y estúpida son unos bichos infantiles y estúpidos pero también profundamente depravados y, como sospechaba Lobo de Bar, proclives a la adicción. Durante los días que dura la loca orgía de desenfreno Pokémon, un auténtico apocalipsis, se ven por las calles cientos de estos animalitos - porque encima les da por procrear - fumando crack, picándose la vena, esnifando pegamento, o saliendo de los after hasta el culo de speed, de mdma y de ketamina, para escándalo de jóvenes y viejecitas. Sin duda, un espectáculo grotesco.
El último en morir de todos los Pokémon del universo y parte del extranjero es un Pikachu hembra, que en su lecho de muerte, carcomida por el Krokodil, en medio de horribles alucinaciones o cerrando un inexplicable bucle espacio temporal con paradoja Bootstrap incluida, susurra:
- Me pica el chumino.
- Me pica el chum…
Cada vez más débil:
- Pica el chu
- Pikaelchu
Muriendo en medio de terribles dolores:
- Pikachu
- Pikachu
Fundido en negro.

lunes, 7 de noviembre de 2016

Lobo de bar y su epopeya infame (Parte 5 de 9)

Es probable que no fuera el anterior un cierre de capítulo muy ortodoxo, pero ya llevábamos unas cuantas páginas y me ha parecido hondamente poético terminar con una buena cagada.
Y permítanme que me detenga algo más en los detalles escatológicos del asunto, lo haré con intención pedagógica, no por recrearme en la suciedad, porque abundan en la ficción los ejemplos de edulcoradas hagiografías de alcohólicos en las que se pasa por encima de muchos de los problemas que tal afición o enfermedad o afición enfermiza provoca en sus víctimas, y no queremos que los niños tomen mal ejemplo, aunque, bien es cierto que gilip*llas hay en todas partes, como esos que se suben al tejado para tirarse creyendo ser Superman (que en paz descanse), cuando es bien sabido - acertadamente nos lo recordaba el malogrado Bill Hicks - que si crees poder volar lo puedes intentar desde el suelo.
El caso es que, entusiasmado y bebido como estaba, Lobo de Bar no se ha percatado de que no hay papel higiénico. Por suerte, es un hombre de recursos y, terminada su obra maestra del arte moderno sobre raíles recurre al método - no sé si sugerido en los programas del último superviviente o si presume de orígenes mucho más antiguos - de limpiarse con los calcetines y, al resultar estos insuficientes para dejarse el ojete reluciente como la patena (tal como les gusta a los goliardos, que son impíos pero muy limpios), con el calzoncillo.
Después de deshacerse de su irrecuperable ropa interior, con dignidad y sumo cuidado al abrocharse la bragueta, pues el respeto a la integridad de su miembro es profundo y casi religioso, se coloca los pantalones y vuelve a su asiento.
Sólo tardan en llegar a Teruel lo que le cuesta el plusmarquista culminar la segunda botella. El goliardo baja triunfante, pone sus pies en la urbe nunca visitada por el viajado tío Matt y, para celebrarlo, empieza a beber de la tercera.
Otro quizá cogería el primer tren de vuelta para seguir con su epopeya, Lobo de Bar, que es un espíritu curioso, además de libre, opta por aprovechar la ocasión que se le ofrece de conocer la misteriosa, por lo poco conocida, ciudad. Sale de la modesta estación y pasa junto a un breve parque para dirigirse al centro.
Podría hablar ahora de las maravillas mudéjares de la localidad, de sus estrechas calles, hermosas plazas, de los tópicos relativos a su quietud, el aire de ciudad detenida en el tiempo etcétera, empero el riesgo de que esto parezca entonces un mal libro de viajes es excesivo, así que no lo haré, si quieren conocer Teruel, vayan de visita ustedes mismos.
Nos interesa más atender a cómo algo capta la atención del goliardo. ¿De qué se trata? De una librería. Y no porque quiera comprar un libro decente para el trayecto de vuelta, sino porque en el escaparate exponen varios libros sobre El Cid, que por lo visto pasó por la ciudad de camino a Valencia. Esta visión, casi una revelación, le recuerda el objeto de otra de las pruebas, la que consiste en recitar de memoria el poema de Mio Cid en castellano antiguo y borracho.
Lobo de Bar entra en la librería, huele su aroma, y se hace con un ejemplar que respeta el lenguaje de entonces. El siguiente paso es aprendérselo, y sabe que no va a ser fácil, tiene castigada sobremanera su memoria, y la constancia no es una de sus escasas virtudes. Pero está decidido a intentarlo. Se encierra en un bar (no conoce otra sala de estudio) no muy estridente. Pasan las horas. No descuida el consumo etílico, en parte por temor a una nueva aparición de Miss Howley, en parte por puro vicio. Estudia día y noche, con la única interrupción del tiempo en que el bar permanece cerrado, cuando se recoge en una pensión para dejar que se afiance lo aprendido y echar un breve sueño, antes de volver al centro de sabiduría a la hora del desayuno. Estudia y bebe. Mientras fuma en la puerta, recita algunos versos. El barman es feliz, va a poder pagar la última letra del coche y la carrera de sus cuatro hijos.
Después de tres días, el goliardo comienza a desesperarse. Se le atraganta el texto. El abuso de los espirituosos no ayuda, huelga decirlo, pero es un requisito indispensable. Lobo de Bar está a punto de perder la fe en sí mismo cuando un anciano de aspecto suspicaz sito en una mesa cercana llama su atención:
- Joven, ¿qué está haciendo?, ¿en qué consiste ese balbuceo continuo, monótono y desapasionado con el que turba el sosiego de esta cafetería, dificultando mi disfrute del cotidiano placer que me proporciona la lectura crítica del periódico, mientras no deja de trasegar copa tras copa?, ¿acaso está usted fuera de sus cabales?
Lobo de Bar levanta la vista y reconoce la imponente figura de Rafael Sánchez Ferlosio. Algo intimidado por su mirada, entre iracunda y curiosa, le responde.
- Discúlpeme, creía hablar en voz muy baja. No sé si estoy en mis cabales. Lo que sucede es que intento aprenderme de memoria el cantar de Mío Cid en castellano antiguo. Es una tarea penosa, pero tengo mis razones.
- ¿Y cómo marcha el asunto?
- Mal, francamente mal. Soy distraído, de esfuerzos cortos, me cuesta mantener la concentración. Cuando imagino avanzar, olvido partes que creía memorizadas.
- Le recomendaría, joven, que no estudiara ahogado por la bebida, pues constriñe su memoria, que lo hiciera en un lugar tranquilo, quizá no sea necesaria una reclusión en un monasterio, pero seguro que puede encontrar un habitáculo más apropiado que esta cafetería, de decoración sencilla y ambiente plácido, y sin embargo no exenta de distracciones y de gente, siendo más recomendable la soledad, por último y sobretodo, le recomendaría el recurso a las anfetaminas: con su sistemática administración conseguirá imbuirse en el texto, pegarse días y noches estudiando sin parar y, quizá, conseguir el resultado que pretende.
- No lo había pensado.
- Hagamos un trato. Yo le proporciono dexedrina spansule, aquí y ahora, y usted a cambio se retira a otro lugar para proseguir con el estudio, o, si prefiere permanecer en la cafetería, no crea que le quiero imponer mi criterio sobre la forma de estudio óptima, aunque a mí me fue muy útil la que le he dicho durante los años que dediqué al conocimiento de la gramática, hágalo recitando los versos para sí mismo, sin zumbar como venía haciendo hasta ahora para incomodidad del resto de clientes.
- Trato hecho, le estoy muy agradecido.
El célebre literato se pone en pie trabajosamente y saca del bolsillo de su chaqueta un pequeño bote lleno de cápsulas. Se acerca a Lobo de Bar y le entrega un puñado. Sonríe el goliardo, estrecha su mano. Como duda de su capacidad de mantener la boca cerrada, termina la copa, se despide de su camello y benefactor, y se dirige a una licorería para comprar un par de garrafas de whisky con las que afrontar un prolongado encierro en la pensión.
Sentado en el pequeño escritorio de su cuarto, estudia y estudia, por fin concentrado, durante dos días y dos noches ininterrumpidos, llegando incluso a disfrutar de la experiencia, aunque eso no evite que enraíce en su interior un odio culpable, causado por el hastío de la repetición, hacia el Cid, doña Jimena, sus hijas, los infantes, y la madre que los parió.
Por increíble que parezca, llega hasta el final, y en su segundo repaso recita el poema sin tacha. Como Miss Howley no aparece y duda que San Bukowski haya permanecido atento a la proeza desde su trono celestial, decide grabar en su móvil la prueba de su victoria.
Lo enciende, inicia el video, y declama en pie, apoyado en el escritorio, con voz cavernosa, gesticulación contenida, recurrente recurso al whisky para aclarar su garganta:
De los sos ojos tan fuertemientre llorando,
tornava la cabeça e estávalos catando.

“And so on”, que diría el verboso Zizek.

sábado, 5 de noviembre de 2016

Lobo de bar y su epopeya infame (Parte 4 de 9)

Unas horas más tarde, Lobo de Bar se despierta en su cueva. Ha cerrado todas las persianas y tiene que encender la luz naranja de su Casio para averiguar la hora, según ve, las tres ante merídiem. El goliardo comprueba que no tiene el reloj en función alarma, ni cronómetro ni en ninguna otra y que, efectivamente, son las tres de la madrugada. Con un esfuerzo considerable y a cámara lenta se pone en pie.
Desde allí arriba, comprende que el mundo se tambalea.
Poco a poco va acometiendo las tareas de supervivencia imprescindibles: va a la nevera a por una cerveza, pone música, sube las persianas, abre el balcón - una leve brisa entra para enfrentarse al denso aire viciado de la gruta – y, de vuelta al sofá, se enciende un cigarro.
Está a punto de poner algo de porno para amenizar su regreso al mundo de los vivos, antes de tomar ninguna decisión más trascendente, cuando una aparición extemporánea se interpone entre él y la pantalla de la televisión. Se trata del espíritu de Miss Howley, que le escudriña - el rostro ladeado, los ojos astutos - desde un ectoplásmico sofá Chesterfield volador.
- Has estado durmiendo muchas horas, Lobo de Bar. Creo que es el momento de hacerte un control.
El goliardo observa la birra que tiene sobre la mesa y piensa en darle un buen tiento, pero no encuentra la energía necesaria para incorporarse y alcanzarla. Se deja hacer y, con la mirada perdida en el curioso peinado de la dama, quizá buscando el diminuto fósil de algún piojo milenario del Nepal, espera el veredicto.
- Dos coma cero cero cero dos – dice Miss Howley –Técnicamente puedes seguir con tu gesta, aunque, comprenderás, que te has librado por un pelo.
- ¡Albricias!
- Eres como los malos estudiantes, que se conforman con un cinco raspado cuando podrían aspirar al sobresaliente.
- Me la sopla. Ya habrá tiempo de sacar mejores notas.
- Y quizá debieras preocuparte, si tu organismo no te ha conseguido depurar la sangre durante el largo sueño es que no chuta muy bien.
- O que tenía demasiado trabajo.
- Eres un cínico, Lobo, pero no tengo ganas de discutir. Tráeme un té, con unas gotitas de orujo. Al menos no tendré que volverme todavía al Nepal, estoy hasta el perineo de revisar los ascensos de los alpinistas.
Obedece el goliardo y, después de concluir la primera cerveza de trago, se sirve una Export (7º) para revitalizar el languideciente contenido alcohólico de su sangre.
- Un té peor que mediocre – le recrimina Miss Howley.
- No me gustan esas pociones, sólo las tomo si estoy muy enfermo.
- Muy mal. Un buen anfitrión debería tener un buen té para ofrecer a sus invitados.
- Tengo alcohol para que mis invitados se echen todo lo que quieran y olviden ese brebaje infecto.
- En fin, Lobo de Bar, no tienes ni puta idea, tampoco lo pretendes, podrías al menos ponerme unas pastas.
- Marchando unas jodidas pastas.
Lobo de Bar encuentra unas chiquilín revenidas y las sirve en un platito, no puede sino sorprenderse del voraz apetito de la enjuta dama, que se las come de seis en seis, a un ritmo que avergonzaría al mismísimo monstruo de las galletas.
- Cuéntame goliardo, ¿qué te propones ahora?
- La verdad es que no lo sé.
- Profundas palabras.
Decide revisar el móvil en busca de ideas.
Avisos. 228 whatsapp, algunos de ellos para preguntarle por su estado vital, unos pocos para desearle suerte, la mayoría partes de conversaciones inconexas donde no se sabe quién responde a qué. Fotos de la noche anterior en las que se le ha etiquetado, subidas al Facebook por El Heladero: 86. Por el 92% de las mismas podrían echarle del trabajo. Fotos nuevas en la galería de imágenes: 26 (24 tan desenfocadas que no se puede adivinar qué representan, 2 de un escroto ajeno, probablemente de Zé Tubarao).
Media hora más tarde, cuando termina de revisar con el ojo a medio abrir el móvil, ve que Miss Howley se ha quedado dormida. El goliardo sigue sin saber qué hacer, en su teléfono no ha encontrado nada inspirador, siente la tentación de acometer la tarea a la que se disponía cuando fue interrumpido por la aparición de la dama, es decir, la de ponerse una buena dosis de porno, probablemente húngaro, pero la presencia de la Miss le cohíbe.
Descartado el porno lo primero que le viene a la cabeza es embarcarse en una nueva incursión nocturna - es lo que le gusta, es lo que le divierte, es lo que se le da mejor - no obstante, a esas horas los perdidos con los que se pudiese encontrar le aventajarían sobremanera en estado etílico-eufórico y sería harto difícil establecer con ellos cualquier tipo de comunicación, casi tanto como que hallase pijas con las que retozar.
En busca de una tercera alternativa, se pone en pie y camina hasta una pizarra colgada junto a la puerta que, en muy mala caligrafía, pormenoriza las doce pruebas a las que se enfrenta.
Sólo hay una tachada, de las otras once, una de ellas le llama la atención:
Viajar a algún sitio donde no haya estado el tío Matt
Emprender un viaje, huir, quizá sea una buena idea. El tío Matt ha estado en casi todos los países del mundo, incluidos Nauru y Lesoto, pero Lobo de Bar sabe que el planeta es muy grande y que no es imposible hallar algún remoto paraje no hollado por el impenitente viajero. Después de mucho meditar, mientras termina el pack de Export, cree encontrar en su memoria un comentario revelador en el cual, el tío Matt, se lamentaba de no haber estado en cierto sitio.
Para asegurarse, le llama por teléfono:
- ¿Lobo?
- ¡Tío Matt!
- ¿Vas borracho? Ahí deben de ser las cinco de la mañana.
- Lo voy, pero no es ese el motivo de mi llamada. ¿Te pillo en mal momento?
- Me estoy comiendo un gado-gado en compañía de una hermosa joven que, en cuanto terminemos, me quiere enseñar un volcán, así que, me alegro de oírte, pero si tu guaza hace que te alargues demasiado o balbucees perderé la paciencia y colgaré ipso facto.
- Tranquilo tío Matt, seré breve.
- Así sea.
- ¿Tú has estado en Teruel?
- En la provincia sí, innumerables veces, pero por algún inexplicable motivo nunca he estado en Teruel capital, pensaba que habíamos hablado de esto alguna vez.
- Creo que sí, pero quería asegurarme, no te entretengo más, vuelve a lo tuyo. Brindo a tu salud, brinda tú también a la mía...
- ...y no hagas nada que yo nunca haría
- Jajaja, por su puesto.
Son buenas noticias, desde luego, para superar la prueba no va a tener que ir a tomar por el c*lo y medio desembolsando una ingente cantidad de pasta. Conocer otros países está muy bien, pero la afluencia masiva de turistas a los lugares más emblemáticos los pervierte y ensucia. No hace falta irse tan lejos para ir de aventura, a veces, la aventura está en el pueblo de al lado, o incluso en el interior de uno mismo. Con ese espíritu intrépido, esotérico y divagador, Lobo de Bar desentierra su mochila y la llena de botellas de whisky.
En la calle para un taxi. El conductor no parece tenerle fichado de ninguna de sus salidas nocturnas y le permite subir al auto.
- A la estación, por favor.
- Marchando.
Lobo de Bar, probablemente por el influjo de la resaca interrumpida, que le sitúa en un estado anímico y mental cercano a la iluminación, sigue dejando volar sus disertaciones.
Piensa que ir a la estación es en sí un acto de valentía, porque es el primer paso para un viaje y porque las autoridades competentes decidieron situarla en uno de los lugares más alejados e inaccesibles del término municipal. No puede ir mucho más allá en su digresión el goliardo, porque el conductor le distrae haciendo uso del habla para preguntarle si va de viaje y a dónde y para comentar lo mal que está la vida y lo caro que es todo.
Cuando por fin llegan, Lobo de Bar abona la carrera, que probablemente cuesta más que el billete hasta Teruel, pero no rechista, no se va a enemistar con uno de los pocos taxistas que todavía no le tienen vetado.
En el horizonte, el cielo clarea y anuncia el próximo amanecer, la mole de cemento se alza a su espalda solitaria y grandilocuente. Lobo de Bar se adentra en sus arcanos. Las tiendas están cerradas, apenas se cruza con unos pocos viajeros ojerosos en su peregrinaje hasta las taquillas. Allí le atiende - en camisa de manga larga, boli en el bolsillo, gafas con las patillas unidas por una cuerda - el único trabajador de guardia, al parecer no muy contento con tal condición.
- ¿Qué quieres? – la dura dicción va acompañada de unas cuantas gotitas de saliva que vuelan hasta el cristal que les separa.
- Un billete para Teruel, por favor.
- ¿Para qué hora?
- ¿A qué hora sale el próximo?
- A las 13:15.
- Eso es dentro de más de seis horas.
- Muy bien muchacho, veo que sabes restar.
- Mierda.
- ¿Perdón?
- Nada.
- Has dicho algo.
- He dicho “mierda”, pero no consideraba necesario tener que repetirlo.
- Qué modales.
- Bueno, ¿me vendes el billete?
- ¿A las 13:15?
- A las 13:15.
- ¿Ida y vuelta o sólo ida?
- Con la ida bastará, volver igual me vuelvo andando.
- Suerte con ello.
Paga, Lobo de Bar, en efectivo, con abundante calderilla para desagrado del vinagre que le atiende, mientras piensa para sus adentros “que te f*lle tu p*ta madre con un dildo con forma de Talgo”.
A continuación, decide ir a la cafetería de la estación para hacer tiempo, lamentando no haber mirado los horarios por internet, por mucho que haya sido un claro signo de respeto hacia la consigna de los goliardos: “¿por qué vas a hacer las cosas bien si puedes hacerlas mal?”.
No se atreve a emprender el camino de retorno a su cueva, está demasiado lejos, pueden ocurrirle muchas cosas en el trayecto, quizá no vuelva, y está decidido a llegar hasta Teruel. Una persona normal se informaría sobre los horarios de los autobuses, porque es muy probable que salga alguno antes de seis horas, pero Lobo de Bar no lo es y, además, se le ha antojado hacer uso de la insigne red nacional de ferrocarriles.
En la cafetería se pide un brandy con un poco de café y coge el periódico que le provoca menos urticaria para ver los resultados de las olimpiadas. Al ver las fotografías de los pódiums y las medallas siente añoranza de la competición, y de su clamoroso éxito cuando fue campeón mundial de alcoholismo.
Desde la mesa contigua del funcional tugurio llega hasta Lobo de Bar un aroma punzante y el peso de una mirada, se trata de un vagabundo que le observa con ojos cansados mientras se come un bocadillo de lentejas.
- A ti te conozco – le dice entre bocado y bocado.
- ¡Coño! ¡Jesús!, claro que nos conocemos, de otros desayunos.
- ¿Y cómo te llamas?
- Lobo de Bar.
- Ah, joder, ese nombre me suena.
- Me alegro de verte.
- A mí me da igual. Y no deberías leer esa mierda.
- ¿Las gestas olímpicas?
- No son más que un invento de cuatro políticos y burócratas para dar gloria a sus países y para vender los derechos a las televisiones
- Bueno, pero tiene mérito lo que consiguen los deportistas.
- Bah. A cualquier cosa llaman deportistas, ¿y quién cojones decide qué deportes son olímpicos? – los ojos del vagabundo se abren, cargados de ira – yo de joven fui campeón mundial de lanzamiento de azada con la izquierda, y mi penúltima pareja fue campeona universal de enceste de longanizas en fuentes públicas.
- Sublime.
- ¿Y qué coño es eso de las categorías? ¿Qué es eso del boxeo según pesos? Si hay que darse de h*stias se da uno de h*stias con quien sea – el vagabundo se pone en pie - ¿O acaso hay competiciones de baloncesto por alturas?
La camarera llama cautamente la atención del vagabundo, que ha elevado la voz muy por encima de lo razonable. Por la ventana se ve partir el tren de la mañana a Teruel, que va con retraso y que podría haber tomado Lobo de Bar si el tipo de la ventanilla no hubiera tenido tantas ganas de tocarle los c*jones, o si, simplemente, se hubiera fijado en los letreros luminosos que anuncian las próximas salidas.
No tiene éxito la camarera en su tentativa. La discusión sobre los méritos olímpicos se complica, el vagabundo declara que puede batir el récord Guinness de salto de mesa en mesa de una cafetería de estación. Para ello, se sube a la más próxima y salta a la contigua, y de ahí trata de saltar a otra, pero el impulso es insuficiente y cae de cabeza sobre ella, tirándola al suelo con las tazas que tenía encima, de las cuales bebían unos guiris que ahora miran con pánico al oloroso e intrépido saltador.
Al goliardo no se le escapa la oportunidad. Se sube a su mesa y salta a otra y a otra y así hasta a cinco, batiendo holgadamente el récord guinness, que según le había confiado el vagabundo, estaba en tres. Entra en la barra y coge y levanta una copa de balón en señal de victoria, luego abre una lata de guinness para salpicar al soñoliento y un tanto enojado público. Sólo el hombre sin hogar aplaude. No tiene tiempo, el campeón, para alargar la ceremonia, porque llegan dos agentes de seguridad y le expulsan de la cafetería con pocos miramientos y aún menor sensibilidad hacia su logro.
Aún quedan varias horas hasta la salida del tren, las pasa deambulando por la estación y bebiendo en un bar cercano del que también le expulsan, esta vez por enfrentarse a su dueño. Tal señor, entrado en años, sudoroso, camisa abierta hasta el cuarto botón, acostumbrado a opinar lo que le viene en gana - probablemente sea ese uno de los motivos del escaso éxito del garito – había hecho unos comentarios respecto al tema tratado en la tertulia televisiva matinal que hirieron la susceptibilidad del goliardo hasta tal punto que éste no pudo o no quiso reprimir una respuesta hiriente. La tensión fue subiendo hasta que los dos orates acabaron enzarzándose en una trifulca física cuyo resultado fue la mencionada expulsión del recordman.
Con el pómulo enrojecido y la camiseta rota, sube por fin al tren, un regional roñoso de butacas azules. Toma asiento y saca de la mochila una botella de whisky. Después de embocarla con deleite, empieza a leer un libro que ha comprado en la estación para amenizar su viaje. En la papelería no halló si no unos cuantos bestsellers sospechosos de lesa literatura y, dados sus gustos ferroviarios, terminó por decidirse por uno titulado La chica del tren. No es poco el esfuerzo  y la contención que aplica a la maniobra, pero cuando llega a la página noventa y siete, hastiado, se pone en pie, abre la desvencijada ventanilla y lo avienta.
Los siguientes minutos los dedica a mirar por la ventana y dejar volar plácidamente la imaginación por el árido paisaje, con la cálida compañía de su ya agonizante botella. Luego decide estirar las piernas y se da un paseo por el tren, apenas distraído por la presencia de unos pocos pasajeros, la mayoría ancianos, con la notable excepción de una estudiante de hermosas piernas que despierta su rijo.
En el camino de vuelta a su asiento entra en el baño, no para masturbarse, aunque es cierto que tal alternativa ha pasado por su cabeza, sino para orinar. Una vez expulsado el líquido, denso y oscuro, no exento de aroma, ve que no va a un depósito, sino que el tren todavía utiliza el viejo sistema de descargar sobre las vías. El goliardo, que tiene las tripas revueltas por el whisky, el traqueteo y la mala literatura, no puede resistirse a la tentación de exonerar el vientre y dejar que su deposición adorne unos cuantos metros del camino.