jueves, 14 de mayo de 2015

Esos días sin plan

Un delirante Lobo de Bar amanece por la tarde cubierto de sudor. Hay 33º grados en su casa, considera imposible dormir. La noche previa terminó de forma no muy digna en el autobús de vuelta de unas fiestas patronales alteradas por la tormenta. Unas fiestas que se preveían a la intemperie y terminaron en un bar de carretera con futbolín, precios módicos y un singular dueño peruano-nipón.

Pero aquello queda lejos. Ahora lo que hay es una luz cegadora, un cuerpo que suda whisky y una cuestión problemática. Lobo de Bar se plantea si pasar la resaca en la piscina donde puede hallar a la ninfa que le rompió el corazón o si abrir una cerveza.

En la piscina podrá leer, refrescarse, permitir que su hígado y sus riñones terminen de depurar los excesos del ayer, y puede que vea a la ninfa, y quizá le vuelva a romper el corazón, o quizá le abra la puerta a un mañana diferente.

Si se toma una cerveza su nivel de alcohol en sangre volverá a parámetros desconocidos por los cosacos del Volga y dará comienzo una nueva jornada de degeneración con imprevisibles consecuencias.

Escuchamos el sonido de una lata de Ambar que se abre.

Como es verano Lobo de Bar ha dejado temporalmente el rock y el oporto y se abandona a la cerveza con limón y a los sonidos africanos y latinos. En concreto ha descubierto un disco añejo llamado Los diablos del ritmo, óptimo para arrojarse por una espiral cálida y demente.

Es un sábado de agosto sin plan preconcebido. En principio no hay nadie disponible en la ciudad y las primeras cervezas y horas transcurren en solitario, con el único acompañamiento de esa música tropical enloquecida. Su mente deambula por los acontecimientos vividos en las últimas semanas. Ha terminado de escribir un libro, ha perdido un amor, se ha reencontrado con otro, ha visto que la vida sigue, las canas proliferan, y el alcohol le acompaña entre amable y traicionero en su descenso autodestructivo.

Durante tal vorágine, Lobo de Bar ha mandado botellas con mensajes que incitan a la farra, algunos se perdieron en el océano, otros no obtuvieron resultado, dos logran que su destinatario acuda raudo a la llamada del gintonic vespertino.

En su decadente salón, dos viejos amigos preparan con ginebra, limón y tónica un combinado adusto, alejado de las ensaladas a la moda. La conversación se anima y les lleva a destinos lejanos, a viajes recientes y a guazas antediluvianas, casi perdidas en su memoria, a guazas que fundamentaron amistades ilógicas con vínculos difíciles de romper.

Arrastrados por responsabilidades probablemente vergonzosas, los contertulios de Lobo de Bar desaparecen. Él podría desistir y dejarse vencer por el sueño, pero confía en la bendición de San Bukowski para los planes imprevistos, confía en esos días de los que nada se espera y terminan siendo memorables.

Uno de sus amigos le sugirió que fuera a cenar con dos sujetos para él ignotos que, gracias a su recomendación, le ofrecen compañía. Alegre de abandonar su casa, Lobo de Bar monta en una bici y recorre la ribera del río al anochecer: mosquitos, murciélagos y parejas acarameladas y sorprendidas en actos en mayor o menor medida impuros.

Los amigos de su amigo son dos tiradores de élite, uno de ellos exagente de la KGB. Le llevan a un excelso bar de tapas donde se funden tradición y modernidad en la búsqueda de nuevos matices para platos de siempre.

Tras la cena, abundosa y bien maridada, deciden facilitar la digestión ingiriendo licores en una terraza. La temperatura es óptima. Los tiradores de élite cuentan anéctodas de su profesión con gracia, saben imprimir a las historias intriga y tempo, y plagarlas de personajes carismáticos. Lobo de Bar, halagado por las atenciones que le prodigan, no intenta competir con relatos tragicómicos teñidos por lo surreal. Esta noche no es su papel.

Cuando la terraza cierra se retira el exagente. Los dos perdidos restantes se encaminan a una taberna irlandesa. Allí hay más alcohol y una camarera que se distingue por la elegancia que emana de su cuerpo, que nace en una espalda descubierta, pasa por un cuello que reclama mordiscos y llega  hasta unos ojos conocedores de los arcanos de la seducción y del sexo.

Se dejan conquistar por la sacerdotisa del templo hasta que, a la hora de cierre, huye en una calabaza de 220 caballos. Son las cinco de la mañana, una hora de retirada razonable. En las inmediatas cercanías no hay tugurios abiertos. Se van todos.

Todos menos Lobo de Bar.

Han sido muchas las ocasiones que ha tenido a lo largo del día y de la noche para recogerse, muchos los trenes camino a la cordura que ha dejado pasar. Pero no ha tenido bastante.

Camina hasta un antro donde se refugia lo más granado de la caterva noctívaga, la élite de la depravación insomne. Allí beben espirituosos infames sin atender a la música, digna del averno, con temeraria despreocupación, sin importarles, en absoluto, el mañana.

Hace tiempo que Lobo de Bar se mueve en los círculos dantescos de la ciudad y no es raro que se encuentre a varios conocidos con los que comparte conversaciones beodas e incluso partidas de ajedrez. Y en ello pasa el tiempo mientras amanece, cantan los pájaros y la gente temerosa de Dios asiste a la eucaristía dominical.

Lobo de Bar se plantea por fin abandonar ese barco ya naufragado, pero en su incipiente huida divisa a una profesora de su época universitaria Es una de las pocas que gozaban de su simpatía, de forma que la saluda e inicia una conversación delatora de excesos etílicos cuyo tema estrella es la universidad: ente y circunstancia.

Pronto llegan a lo personal y hablan de ella como profesora y de él como alumno, y se respira en la atmósfera que ambos preferirían estar solos. Los prudentes acompañantes de la maestra se retiran, y quedan profesora y exalumno conversando, sin que parezcan extrañados por lo inhabitual del encuentro y la situación ni por lo intempestivo de la hora.

Lobo de Bar confiesa que fue una de sus mejores profesoras, pero que parecía demasiado cercana y demasiado joven como para que la tomaran en serio. Luego, unidos por la antipatía, hablan de personajes detestables. Ella, algo picada por el comentario previo, asegura ser más severa. Lobo de Bar protesta: verla era uno de los pocos alicientes en aquel lugar siniestro donde pasaban las horas con la pesadez de un reloj de plomo. Le pregunta si no se percataba de cómo la miraba en clase. Ella le dice que sí, que un poco, y se ríe turbada, y la mano de Lobo de Bar, que ya ha rozado varias veces el vestido, se posa definitivamente en su costado, y sus caras se aproximan para confirmar lo que hace rato decían sus ojos .

Una sucesión de besos nace de sus bocas, impropia del entorno donde se están dando, impropia de un antro obscuro dedicado por entero a la depravación, un antro obscuro donde parecía haber lugar para todo salvo para la belleza.


Con el sol en lo más alto deciden guarecerse. Abismados en el placer y el asombro follan borrachos, divertidos, impropiamente cariñosos. Se entienden sin palabras como desde el primer momento, cuando se encontraron, y sí, es ilógico e irreal, y el alcohol no es ajeno a su hipnosis, y quizá debieran pensar en un mañana, pero les parece tan dulce vivir en un duermevela de sexo que prefieren seguir y seguir, hasta que caiga de nuevo la noche, cuando sea demasiado tarde como para despertar.