sábado, 20 de julio de 2013

Escribir un blog

El último año ha sido casi sabático en lo que al blog se refiere. Los que me conocen saben que no he parado y que he dedicado el tiempo que era para el blog a escribir una novela, una novela que además ha recogido unas cuantas entradas de La conjura que he decidido retirar de la red.

He echado de menos escribir aquí, sobre todo por el buen rollo que había con unos cuantos bloggers que considero colegas como Sergio, Raúl, las Másqueperras, el señor Lavilha, el Sr. Chinaski, etc, pero lo cierto es que más allá de este reducido grupo de depravados que quizá me echaran algo de menos el blog seguía casi igual aunque no estuviera. Si cuando me esforzaba en escribir dos o tres artículos por semana tenía unas 1.200 visitas al mes, en este año ausente tenía unas 900, y de entradas no especialmente brillantes. Eso ha sido un poco descorazonador.

Es descorazonador que escribas con tu hígado y que llegues a tan poca gente, que no haya un boca-oreja ni siquiera cuando te hacen propaganda desde blogs de más éxito. Y tampoco era la idea que este blog se convirtiera en un fenómeno social a la altura de Gran Hermano, jaja, de hecho, realmente empezó como terapia y para ligarme a una tía que hoy está felizmente casada y con dos hijos, pero en fin, te planteas si merece la pena darle tanto tiempo cuando lo puedes dedicar a hacer otras cosas, y no me refiero sólo a emborracharme que eso lo he seguido haciendo, si no más bien a escribir algo más elaborado que las entradas de un blog, que pueden ser excelsas pero que si se pasan de extensión se separan de los objetivos de un blog.

Total, que supongo que seguiré escribiendo mis inquietudes y algunas aventurillas aquí, pero no con la frecuencia y regularidad de antaño. Y a esos colegas que he mencionado a los que siento cercanos a pesar de la distancia y a alguno más, les mandaré la novela goliardesca si la quieren, mi correo viene en el perfil.


martes, 16 de julio de 2013

Duelo a muerte en un ático decadente

Un misterioso ser volador ha entrado en la cueva de Lobo de Bar. A simple vista parece una polilla, pero su tamaño es más bien el de un dragón mediano. Al goliardo no le agrada que invadan su intimidad y en su cueva ya convive con salamanquesas, lepismas, pelusas, arañas e incluso hormigas. No está dispuesto a que ese nuevo poblador le dispute la primacía en el hogar.

Abre la ventana para explicarle con buenas maneras que no es bien recibido, que se busque otra cueva o que migre al Norte. Ni puto caso. La polilla, quizá ebria, se choca con todo y termina por esconderse detrás de un armario.

Lobo de Bar prosigue con sus quehaceres: remendar una camiseta de los Stooges, beber oporto, comer nachos, fumar en pipa... Cuando termina se asoma a la ventana, luna llena, y se recoge con intención de dormir.

No le resulta fácil, tras varios días de farra consecutivos su cuerpo está desorientado y no sabe cuándo desconectarse. Entre la masturbación, las drogas y la lectura del Ulises opta por este último sedante. Tras una hora le vence el sopor.

Su sueño no es del todo profundo sino más bien cercano al duermevela. Le salpican imágenes inquietantes que vive como reales. Conduce con su padre un todoterreno por pistas embarradas, de noche, y siempre se equivoca de camino. Tiene que hacerle una entrevista a una actriz porno, olvida la grabadora. Está encerrado en una jaula de bambú y tiene los bolsillos llenos de azafrán, le han atrapado unos aborígenes australianos antropófagos. El todoterreno se avería. La actriz porno le dice que tiene una sorpresa para él mientras se pinta los labios.

Algo capta la atención de Lobo de Bar y abandona el mundo de los sueños. Es un golpear detrás del armario. Se acuerda de la polilla, ¿cómo podía haberla olvidado?

El goliardo enciende la luz y el monstruo volador sale de su escondite. Sobrevuela su hogar torpemente, choca con paredes y puertas, va de una habitación a otra.

Quiere pensar que busca una salida, pero algo le dice que en realidad está embrujando su casa mediante un conjuro y un polvillo casi imperceptible que cae de sus alas como un contrario del maná. Intenta orientarla hacia las ventanas y que se vaya para siempre. A veces se acerca al exterior, a la noche, luego vuelve y sigue revoloteando y soltando el misterioso polvillo maléfico.

La polilla se posa en la pared y Lobo de Bar ve sobre sus alas extendidas un extraño dibujo: un retrato en color sepia de Dan Brown. Es la señal definitiva.  Va hasta la cocina y se arma con una botella vacía de Glenfiddich.

Su feroz antagonista se ha escondido. Lobo de Bar la busca, sigiloso, esgrimiento la botella. Por fin sale, de debajo de la cama y se enfrenta a él, le encara, y Lobo de Bar se defiende de los temibles ataques como bien puede, como ha visto defenderse a Errol Flyn en las películas de capa y espada, como los valientes que lucharon contra Godzilla, como San Jorge contra el dragón.

La sombra de su enfrentamiento proyectada en la pared es temible, digna de una película alemana expresionista. La polilla parece algo mayor que un pterodáctilo adulto, y mucho mayor que Lobo de Bar.

El goliardo suda, la polilla chilla como un murciélago que se ha dado un golpe en las pelotas. Lobo de Bar pasa al ataque en un intento desesperado. El monstruo esquiva sus audaces estocadas con la botella verde de Glenfiddich, hasta que, con un movimiento aprendido de Mifune como Miyamoto Musashi en la trilogía del Samurai, le alcanza y le destroza contra la pared. Mil cristales saltan, una mancha horrible decora el tabique con sangre, vísceras y líquidos viscosos entre el amarillo y el verde.


Lobo de Bar suspira, exangüe, completamente desvelado. Con un hisopo rocía las paredes y el suelo, por donde ha pasado la polilla. Se sienta en el salón, vaso de whisky en mano, los ojos completamente abiertos en dirección a la ventana. Sabe que las polillas nunca vienen solas. Y que son muy vengativas.