En medio del desierto rojo australiano (que son en realidad
varios desiertos diferentes) hay un pedrusco bastante conocido y venerado. Se
trata de Ulurú (AKA Ayers Rock) que se levanta más de 300
metros sobre la meseta (cerca de 900 sobre el nivel del mar) y tiene un contorno
cercano a los 10 kilómetros.
El monolito, uno de los más grandes del mundo, tiene algo
místico e hipnótico: su color rojizo y cambiante, sus ondulaciones por las que
corre el viento, los pájaros que cantan al amanecer... aunque en el fondo sea
una piedra muy grande, merece su fama, también, decir que es una piedra grande
es una simplificación un tanto burda, como sostener que un ferrari es un coche
algo más caro de lo normal o que Adriana Lima se parece a una vecina tuya.
Hay acacias y alguna florecilla:
Tiene lugares sagrados de curioso nombre como éste:
La ascensión está aún permitida, si bien, la desaconsejan
las autoridades por el riesgo que entraña la ascensión (han muerto 35 personas
en el intento), los ecologistas porque la gente micciona en la cumbre y
contamina las aguas estancadas (también con el sudor), y por los aborígenes,
para quienes se trata de un lugar sagrado.
Como goliardo no pude sino subir ante tanta advertencia, si
bien, con cierto reparo por respeto a las creencias de los aborígenes. Al final
me dije que tras una larga trayectoria renegando y mancillando las tradiciones
y costumbres del cristianismo sería injusto con él mostrar tanto respeto por
otras. Las vistas son impresionantes. Mi tío Matt, más prudente, se quedó
abajo.